Otorgar estatus científico a la relación directa entre el calentamiento global y la industrialización de la vida significaba, desde luego, reconocer la extrema vulnerabilidad de la sociedad moderna, oculta tras la ostentación del poder económico, político y militar; revelaba, en consecuencia, la apremiante urgencia de iniciar la reforma de una economía que se nutre del uso intensivo de combustibles fósiles y de la destrucción de los bienes de la Tierra. Aún así, la respuesta consensuada en los ámbitos dominantes fue cerrar el paso a las alternativas y transformar la crisis climática en una extraordinaria oportunidad para desarrollar nuevos negocios; la puesta en marcha de mercados insólitos, creados en nombre del supuesto compromiso mundial para salvar la vida en el planeta.
El cambio climático fue presentado como un problema global a partir de 2006, cuando Al Gore (ex Vicepresidente de los Estados Unidos (1993-2001), en cuyo mandato se firmó el Plan Colombia que financió las fumigaciones aéreas con glifosato en regiones sembradas de plantaciones de coca, violando los derechos humanos y de la Naturaleza) presentó en su país el famoso documental “Una verdad incómoda”, difundido el año siguiente en todo el mundo. Paralelamente, los recién diseñados negocios del clima comenzaron su expansión internacional; el mercado de carbono, en efecto, creció en 2008 un 80% en relación al año anterior. Al Gore, como sabemos, fue galardonado con un Oscar de la Academia de Cine, el Premio Príncipe de Asturias y el Nóbel de la Paz en 2007 (Increíble!).
Los países ''industrializados'' son los responsables del 60% del total de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), las cuales han aumentado, además, un 40% desde 1990. Si esta cifra permaneciera constante, la temperatura se elevaría 0.2 grados centígrados por década; no obstante, si las emisiones continúan creciendo, su aumento podría alcanzar en los próximos años hasta 2.6 grados centígrados, ocasionando el hundimiento de islas, la desaparición de los glaciares y la pérdida de los medios de vida de millones de personas en el mundo al reducirse a la mitad la actual producción de alimentos. El dióxido de carbono (CO2), resultado del consumo de combustibles fósiles, la deforestación y la destrucción de los suelos, es el mayor contribuyente a la variación del clima (54%), aunque es superior el efecto del metano (CH2) y del óxido nitroso (N2O), derivados de la minería, la ganadería y de la utilización de fertilizantes químicos en la agricultura. La concentración de metano en la atmósfera, de hecho, ha aumentado un 55% desde el siglo XVIII, mientras el óxido nitroso, junto al ozono y otros gases, contribuyen con cerca del 30% al calentamiento global.
La mercantilización de la crisis climática ilustra, en realidad, acerca de las enormes limitaciones del pensamiento industrial para hacer frente a la destrucción que genera, acudiendo a instrumentos que se apoyan en la misma lógica que originó los problemas. Es decir, amparándose en la combinación de enunciados incompatibles que se contradicen, presentados como verdades; un recurso que permite falsear la realidad y que la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) definió hace setenta años como el “uso ilegítimo de las contradicciones”.
Negocios listos para el clima
El Protocolo de Kioto de 1997, al establecer el mecanismo de cuotas de emisión de GEI, sentó las bases para construir el mercado del clima. Los países que ratificaron el Acuerdo en 2005 recibieron, en efecto, derechos para emitir CO2 equivalentes a los niveles que habían alcanzado en 1990; es decir, a mayor contaminación más permisos obtenían. Dichas cuotas, además, pueden intercambiarse como bonos de carbono en el mercado, de tal forma que las empresas de aquellos países que no utilizan todos sus permisos pueden venderlos a otras que superan los límites. Un bono de carbono equivale al derecho de emitir una tonelada de CO2 y su precio es 15 dólares, aproximadamente. Suponiendo, erróneamente, que contaminar en un lugar determinado no tiene efectos globales, el sistema ofrece asimismo la posibilidad de compensar la contaminación generada por una actividad específica invirtiendo, por ejemplo, en proyectos de energía alternativa (como la eólica) y en programas en los países del sur vinculados a las políticas del clima. Cuando una industria compensa de esta forma sus emisiones, en realidad está ampliando su capacidad para seguir contaminando: la contradicción sobre la cual se sustenta el criterio que considera el mercado de carbono como un instrumento eficaz para frenar el cambio climático.
Este artificio, sorprendentemente, constituye el eje sobre el cual gira la formulación de las políticas de adaptación y mitigación que se aprueban en las reuniones anuales de la Convención Marco de las Naciones sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Diseñadas para sostener el mercado de carbono y beneficiar a las industrias contaminantes, forman parte de los eufemísticamente denominados Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL), uno de cuyos principales impulsores ha sido precisamente Al Gore. Entre ellos se distinguen los programas Redd-Plus que tienen por objeto sustituir bosques por plantaciones comerciales; el Laboreo Cero (LC), proyectos que incluyen el negocio de los cultivos modificados genéticamente (CMG), ahora denominados también cultivos listos para el clima (CLC); la explotación de biomasa como combustible, nueva oportunidad de beneficios para las empresas petroleras; la producción de carbón vegetal “biochar”; la expansión de la producción agropecuaria industrial; y la explotación de los territorios comunitarios, considerados tierras improductivas y marginales. Su ejecución, por lo demás, supone acciones complementarias como la privatización del agua, un bien colectivo aún en muchos lugares del mundo cuya disponibilidad podría verse seriamente afectada por los cambios del clima. Destinados en su mayoría a nuestros países, los del sur, desestiman las consecuencias sobre la vida y los derechos humanos de las comunidades donde se llevan a cabo.
Durante la última reunión del CMNUCC, celebrada en Cancún en diciembre del 2010, se dio nuevo impulso a los mercados climáticos. Por un lado, se eliminó el compromiso vinculante sobre reducción de emisiones de GEI adquirido por los países firmantes del Protocolo de Kioto (reiterada y sistemáticamente incumplido), cuyas decisiones al respecto tienen ahora solo carácter voluntario, es decir, lo cumple el país que quiere. El protagonismo del Banco Mundial, por otra parte, quedó abiertamente manifiesto cuando su Presidente, Robert Zoellick, propuso la aprobación del Fondo Verde del Clima (100 mil millones de dólares), nuevo instrumento de financiación de los MDL junto al mercado de carbono y los fondos gubernamentales. Bolivia fue el único país que intentó diversificar el debate, defendiendo las propuestas aprobadas en la Cumbre Global de los Pueblos sobre Cambio Climático que tuvo lugar en Cochabamba en 2009. Entre las más importantes: el reconocimiento de la deuda climática con los países del sur; la aprobación de los Derechos Universales de la Madre Tierra; el establecimiento de la Corte Internacional de Justicia Climática; la reducción del 50% de las emisiones de GEI para el año 2017; y la eliminación del mercado de carbono y de los proyectos Redd-Plus. Aun sin contar con el apoyo de ningún otro país, los representantes bolivianos se negaron a firmar el acuerdo, argumentando que su aplicación podría conducir a un aumento de temperatura mayor de 4 grados centígrados durante el siglo XXI. No obstante, el Estado Plurinacional de Bolivia ha planteado la posibilidad de interponer una demanda contra el documento en la Corte Internacional de La Haya, alegando que su aprobación no respetó los procedimientos ordinarios. Una vez más, Bolivia ha sido el único país que marca un camino alternativo para encarar el tema del cambio climático de una forma no destructiva.
La agricultura como problema
La agricultura moderna, pilar del sistema de alimentación en las sociedades desarrolladas basado en un elevado consumo de proteína animal, destina gran parte de su producción a sostener la ganadería industrial, contribuyendo así directa y significativamente al calentamiento global. El 25% de las tierras a nivel mundial, de hecho, se utilizan para cultivar alimentos y pastos para animales; una actividad que promueve la deforestación a gran escala y la aplicación intensiva de fertilizantes químicos, ocasionando la pérdida de materia orgánica del suelo y la alteración del ciclo natural del carbono; y como si no fuera poco con lo antedicho: mientras más de 1200 millones de personas padecen hambre crónica en el mundo. Ciertamente, las estimaciones indican que la agricultura industrial genera el 30% del total de las emisiones de GEI vinculadas a las actividades económicas, al ser responsable del 25% de todas las emisiones de CO2 y del 60% del óxido nitroso y del metano.
En las negociaciones internacionales sobre el cambio climático, sin embargo, prevalece el propósito de ampliar y transformar las actividades agrícolas en un importante instrumento de compensación de emisiones de GEI, incorporándolas a la red de MDL. En este sentido, los acuerdos del CMNUCC incluyen el Laboreo Cero (LC); la conversión de más tierras de cultivo en pastizales; el secuestro de carbono en áreas agrícolas; la producción de agrocombustibles; el monocultivo de árboles para producir biochar; los cultivos modificados genéticamente; los proyectos Redd-Plus; y el incremento de la ganadería industrial. El biochar es un carbón vegetal elaborado a partir del calentamiento de biomasa para ser utilizado como fertilizante; su producción, no obstante, implica el cultivo de grandes extensiones de tierra con fuerte impacto ecológico y social. La industria de los agrocombustibles, por otra parte, promueve las negociaciones sobre millones de hectáreas cultivables localizadas, sobre todo, en América Latina y en países devastados por conflictos en África. Intensificando la destrucción de la selva amazónica, por ejemplo, Brasil prevé aumentar sus áreas de plantaciones para combustibles de 6 millones de hectáreas a 120 millones de hectáreas durante los próximos años; se espera que este país se convierta en 2020 en el primer exportador mundial de biodiesel y en un ''modelo de adaptación'' industrial al cambio climático (discurso ''oficial''), lo cual en realidad será, además de un desastre (ahora prevenible) para el mundo, todo lo contrario: un ejemplo de destrucción ambiental de los más grandes que haya conocido la historia y con ello un terrible empeoramiento de la situación climática.
La agricultura de Laboreo Cero (ALC) o no laboreo, por otro lado, se asocia a la reducción de las emisiones de carbono que genera la labranza utilizando potentes herbicidas; en realidad, el modelo está ya bastante extendido, sobre todo en Argentina, Brasil y los Estados Unidos donde existen grandes superficies plantadas con soja modificada genéticamente resistente al Roundup de Monsanto. Para abastecer el consumo de soja y maíz de la ganadería industrial en países como España, por ejemplo, se utilizan 3.5 millones de hectáreas agrícolas solo en las naciones sudamericanas citadas. Ciertamente, el 98% de la importación española de cereales se destina al consumo animal; un claro ejemplo del modelo alimentario industrial encubierto, en este caso, por el ''prestigio'' internacional de la dieta mediterránea. La nueva propuesta consiste no solo en intensificar la producción de los actuales cultivos modificados genéticamente (CMG), sino también en acelerar el desarrollo de los llamados cultivos listos para el clima (CLC) que presentan resistencia a la salinidad, el calor, la sequía y las inundaciones. De hecho, las cinco mayores corporaciones mundiales de biotecnología han registrado más de quinientas patentes sobre los llamados “genes preparados para el clima”; según el grupo de investigación ecológica ETC, las empresas DuPont, Monsanto, BASF, Bayer y Syngenta acaparan el setenta y cinco por ciento de las mismas y solo las tres primeras tienen en su poder dos tercios del total. Como ha denunciado la escritora y activista originaria Vandana Shiva, estamos ante la más reciente forma de biopiratería. Y es que las patentes les dan el poder a estas empresas, de manejar los cultivos y por ende las sociedades asociadas a la tierra, a su antojo.
La agricultura como solución
La humanidad, sin embargo, posee un extraordinario patrimonio de culturas y de conocimientos para enfrentar las consecuencias de la economía moderna; legado que se manifiesta en la vigencia de sistemas agrarios ancestrales y en diferentes formas de la agricultura local en África, Asia y América Latina. Versiones reales de una agricultura sostenible, tienen en común varias características: se apoyan en las experiencias comunitarias; utilizan principalmente energía solar (trabajo humano y de otros seres vivos); aplican métodos agroecológicos de producción; desarrollan policultivos para asegurar la productividad frente a las condiciones y riesgos medioambientales; dependen en gran medida del trabajo comunal y del uso colectivo de los bienes; e integran la crianza de animales en una relación de interdependencia. Estos modelos, a su vez, suelen ser inseparables de ciertas pautas culturales que determinan, sobre todo, los límites que definen las relaciones de los seres humanos con los bienes y con la naturaleza. Una pauta generalizada es, sin duda, la demarcación del ámbito de lo sagrado, uno de cuyos objetivos es advertir al grupo social sobre la vulnerabilidad de las fuentes de la vida como el agua, la tierra y las semillas; una estrategia cultural que ha acompañado el desarrollo de la civilización humana durante miles de años y que el mundo moderno ha despreciado, en su constante afán de destrucción y de conquista.
De hecho, América Latina contaba a finales del siglo pasado con unos 70 millones de pequeños propietarios de fincas con una extensión menor de dos hectáreas; representaban el 34% del total de la tierra cultivada y producían el 41% de los alimentos básicos como el maíz, los frijoles y las papas. En África, asimismo, se estima que el 80% de todas las unidades agrícolas son fincas pequeñas; la mayoría al cuidado de mujeres que cosechan la mayor parte del grano, tubérculos, frutas y hortalizas para el consumo local. Asia, por otro lado, cuenta en la actualidad con cerca de 200 millones de pequeños agricultores de arroz, de los cuales 75 millones viven en China y emplean aún métodos ancestrales de cultivo.
Algunas de estas practicas, además, están comenzando a tener justo reconocimiento internacional. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), por ejemplo, inició en 2002 algunos proyectos de financiación dirigidos a la protección y salvaguarda de los denominados Sistemas Importantes del Patrimonio Agrícola Mundial (SIPAM) y los Sistemas Agrícolas Heredados de Importancia Global (GIAHS), calificados de “ingeniosos sistemas agroculturales que reflejan la evolución de la humanidad, la diversidad de su conocimiento y sus profundas relaciones con la naturaleza”. Entre los primeros se cuentan modelos agrícolas en Perú y Chile; las terrazas de arroz en Ifugao en Filipinas; los oasis del Magreb en Argelia y Túnez; el cultivo integrado de arroz y peces en China; y la producción agro pastoril de la población Maasai en Kenia y Tanzania. Los GIAHS incluyen, por su parte, la agricultura de camellones o chinampas en México, un modo de producción de alimentos utilizado desde la época de los aztecas para cultivar en áreas permanentemente inundadas, hallado también en China y Tailandia; los waru-warus en el Lago Titicaca, sistema desarrollado hace tres mil años en los Andes, formado por plataformas rodeadas de agua para producir cultivos a 4 mil metros de altitud resistentes a las heladas, inundaciones y sequías; y los sistemas de cosecha de agua en regiones secas de Túnez, México y Burkina Fasso que almacenan la lluvia para regar los cultivos.
La expansión de estas actividades agrarias que, en general, protegen los suelos y evitan el uso de fertilizantes químicos, podría constituirse indudablemente en un potencial sumidero global de carbono para comenzar a recuperar el equilibrio perdido. Al respecto, organizaciones como el Movimiento por la Justicia Climática y La Vía Campesina plantean que son los pequeños agricultores del mundo quienes podrían incorporar grandes cantidades de CO2 al suelo; un aumento gradual durante cincuenta años, afirman, conseguiría capturar hasta dos tercios del exceso de este gas en la atmósfera. Por lo demás, es legítimo afirmar que debemos a su presencia el hecho de que el aumento de la temperatura no haya sido mayor durante el último siglo.
¿Ideología o cosmovisión?
Algunos gobiernos y corporaciones económicas presionan en los centros de decisión para sumar a los actuales programas de adaptación y mitigación al cambio climático proyectos de geoingeniería, el denominado enfoque MAG. Su ejecución supondría transformar el planeta en un campo de experimentación para probar nuevas y costosas tecnologías, cuyas consecuencias resultan imprevisibles. Sus promotores son las principales empresas que se benefician de los MDL y algunas universidades y centros de investigación de los Estados Unidos, Rusia, Alemania y el Reino Unido, que como sabemos, son los países ''cabeza'' del mundo neoliberal y destructivo (de todo punto de vista) que tenemos actualmente.
La aplicación de geoingeniería supondría una situación de emergencia climática; es decir, el fracaso de los programas vigentes. Comprende, entre otras cosas, el lanzamiento de partículas de sulfato a la atmósfera y de partículas de hierro a los océanos para ''nutrir'' el plancton que absorbe CO2; la ingeniería genética de los cultivos para alterar su mecanismo fotosintético; la construcción de millones de pantallas solares espaciales que desvíen la luz solar; el vertido de piedra caliza en el mar para cambiar su acidez; el almacenamiento de CO2 comprimido en minas abandonadas y en pozos petroleros vacíos; y cubrir los desiertos y las superficies de hielo en el Ártico, entre otros. Dado que no existe regulación internacional para su control, diversas organizaciones en el mundo exigen su prohibición, invocando el Principio de Precaución en materia medioambiental aprobado por el Consejo Europeo en diciembre del año 2000 en Niza. Aún así, China, la segunda economía mundial y principal emisor de CO2 del planeta, emplea desde hace algunos años tecnología para producir lluvia artificial bombardeando nubes con yoduro de plata, tal como sucedió durante los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008 para disminuir los niveles de humedad atmosférica; acción que podría extenderse a tres millones de kilómetros cuadrados de su territorio (casi el 25% del total), empleando miles de cañones y lanzacohetes disponibles para arrojar el yoduro. En Europa se ha planteado también utilizar esta tecnología, sobre todo en algunas grandes ciudades como Madrid que padecen altos índices de contaminación y largos períodos de sequía.
Iniciativas como éstas, desde luego, solo pretenden sostener la validez del actual modelo industrial de producción como única alternativa y reafirmar, en fin, la indiscutible racionalidad de la ideología económica heredada del siglo XIX; una religión secular que confunde interesadamente los medios y los fines, encadenando el pensamiento a la falacia del desarrollo económico sin límites mediante el reiterado uso ilegítimo de las contradicciones. Obvian, por tanto, la gran diversidad de las culturas humanas que, defendiendo su cosmovisión frente a las ideologías, distinguen claramente entre los medios y los fines de la vida social, ajenas a la moderna “enfermedad de la ilimitabilidad”, para utilizar la expresión del escritor estadounidense Wendell Berry; portadoras de antiguas sabidurías con visión de futuro, confían el destino del mundo a la razón y la legitimidad de las decisiones que toman los pueblos y las comunidades. *
* Fuente original: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=123490. Autora: Mailer Mattié. Título: Cambio Climático: el uso ilegítimo de las contradicciones. Fecha: 03/03/11.
* Fuente original: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=123490. Autora: Mailer Mattié. Título: Cambio Climático: el uso ilegítimo de las contradicciones. Fecha: 03/03/11.
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