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jueves, 8 de agosto de 2013

En la lucha de los pueblos originarios se encuentra la libertad de toda la humanidad


Julio y agosto pueden ser nombrados los meses de la defensa del territorio contra el despojo del patrimonio nacional causado por los megaproyectos, para beneficio de los dueños del capital. Aunque la afectación perjudica a todos los pueblos latinoamericanos, quienes lo sufren de forma más directa son los pueblos originarios, porque los codiciados bienes se ubican en sus territorios.

Como reacción a los megaproyectos, los días 11 y 12 de julio pasado, en la ciudad de Oaxaca, México, se reunieron autoridades agrarias de los pueblos zapoteco, mixteco, mixe, chontal, ikoots, mazateco y organizaciones civiles, para analizar las reformas, proyectos y programas que atentan contra el territorio indígena; los días 20 y 21 de julio se realizó en Santa María Zacatepec, Puebla, el “Encuentro nacional en defensa del territorio, la energía y el derecho de los trabajadores”, y los días del 26 al 27 de julio se realizó en la ciudad de Juchitán, Oaxaca, el Seminario Internacional de megaproyectos de energía y defensa del territorio “El istmo en la encrucijada”. Para los días 15 y 16 de agosto, se realizará en la ciudad de Puebla el Foro “Proyectos de muerte y territorio nacional”, en el cual se analizarán los efectos de la minería a cielo abierto, las termoeléctricas, las ciudades rurales, la siembra del maíz transgénico y las presas.

Todos estos eventos y muchos más que con esos fines se desarrollan en todo el país centroamericano, representan esfuerzos populares por construir espacios colectivos de análisis, reflexión, organización y articulación para oponerse a tales proyectos y, si es posible, construir alternativas de futuro distintas frente al despojo capitalista. En la presente publicación se analiza la manera en que el capital está llevando a cabo este despojo y la manera en que los pueblos resisten. Es posible que conociendo cómo opera el capitalismo en la coyuntura actual, se entienda lo que no se quiere y a partir de ahí imaginar el mundo distinto por el cual luchar.

Los ciclos de la conquista indígena

La lucha de los pueblos indígenas de América Latina ha transcurrido por varios ciclos de resistencia a la opresión. El primero, el más largo de la historia, comenzó con la invasión europea y se cerró con las luchas independentistas donde los pueblos tuvieron una amplia participación pero al final fueron subordinados a los intereses de los criollos que se hicieron del poder; el segundo inició con la formación de los Estados latinoamericanos y la imposición de las ideas liberales, promoviendo la propiedad privada y los derechos individuales, atentando contra los pueblos y sus derechos colectivos, proceso que duró casi toda la segunda parte del siglo XIX; el tercero se desarrolló desde principios del siglo XX hasta los años setenta más o menos y el cuarto se gestó con las políticas neoliberales y se mantiene hasta nuestros días. Cada uno de estos ciclos ha estado marcado por los rasgos específicos de la acumulación capitalista y en cada una de ellas la respuesta del Estado ha tenido su propio sello.

El primer ciclo coincidió con los objetivos de la naciente burguesía de buscar mercados y recursos para sostener su lucha contra el feudalismo, que estaba en crisis pero se negaba a sucumbir. De ahí que los colonizadores hayan centrado sus esfuerzos en la apertura de mercados que pudieran controlar, lo mismo que del oro, para financiar las guerras por la hegemonía europea; en el segundo, la burguesía ya se había impuesto al feudalismo y luchaba por imponer su predominio, por eso su interés era consolidar nuevos estados para expandirse, controlar la fuerza de trabajo y los mercados de consumidores; en el tercero los pueblos enfrentaron burguesías arraigadas que buscaron incorporarlos a la cultura nacional, es decir, al mercado interno. En todos ellos el Estado ideó formas de someter a los pueblos a un sistema colonial, muchas veces de manera abierta, otras de manera soterrada, pero en todos los casos combinando políticas de asimilación y planes de sometimiento armado.

En la coyuntura actual los pueblos indígenas enfrentan el cuarto ciclo de conquista, cuyas características principales son el predominio del capital transnacional inclusive por encima del poder soberano de los Estados nacionales. Una de las formas que han utilizado para hacerlo es la firma de tratados regionales o internacionales donde se define la vida de las naciones y los pueblos. De esa manera, los Estados nacionales han ido perdiendo control sobre sus territorios, que ha pasado a manos de las empresas transnacionales, quienes han desplegado una cruzada para el control de los espacios económicos, políticos, sociales y culturales, como no lo había realizado en ninguno de los ciclos anteriores.

En el ámbito económico, la acumulación capitalista ha dejado el lugar central que mantenía en la industria y se ha centrado en mercantilizar los bienes naturales, cosificándolos y transformándolos en propiedad privada para poder apropiarse de ellos. Como estos bienes se encuentran en territorios indígenas, son ellos quienes más directamente sufren la embestida capitalista.

Antes de comenzar a implementar sus planes tomaron medidas para evitar los efectos secundarios no deseados. Para mitigar las protestas de los pueblos indígenas por el saqueo de los recursos naturales, las instituciones internacionales impulsaron el reconocimiento acotado de sus derechos, entre ellos los territorios y los recursos naturales, mismos que después reglamentaron los gobiernos locales cuidando que no se crearan instrumentos para ejercerlos. Así se crearon los grupos de trabajo y los foros permanentes de la Organización de las Naciones Unidas, donde muchos indígenas, la mayoría de las veces sin representación de sus pueblos,  discutieron sobre el tema y aprobaron documentos con poca o ninguna fuerza vinculante, lo que no evitaba que se difundieran como grandes logros, mientras en instancias privadas, como la Organización Mundial del Comercio, se tomaban medidas obligatorias.

Paralelo a este reconocimiento flexibilizaron otras leyes y se implementaron nuevas políticas que, aparentemente, no tenían ninguna relación con los derechos de los pueblos indígenas pero los afectaban de manera directa y profunda. Entre ellas se encontraban aquellas ligadas con actividades del extractivismo minero a cielo abierto, las que apuntan a la privatización del agua, las que buscan la apropiación de los recursos genéticos y el conocimiento indígena asociado a ellos, las que promueven los servicios ambientales para la captura de carbono y los grandes emporios transnacionales puedan seguir contaminando.

Por voluntad propia o contra ella, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos ajustaron sus instituciones, leyes y políticas a estas directrices porque así lo pactaron las grandes empresas para facilitar la acumulación capitalista desposeyendo a los poseedores de los recursos naturales ya convertidos en mercancía.

Esa es la lógica que domina los gobiernos dentro del sistema capitalista, sin importar que se proclamen de de ''derecha'' o de ''izquierda'', y se materializa en la ocupación territorial por multinacionales o estados extranjeros, a través de contratos de obras que siempre se justifican con el argumento de impulsar el ''desarrollo''. A diferencia de los '70 del siglo pasado, en la actualidad ya no son los gobiernos dictatoriales los preferidos por el capital, sino las democracias y, si son multiculturales mejor, pues cuentan con más legitimidad, y al identificarse con el pueblo garantizan la “paz social”, situación que permite al capital financiero imponer más proyectos que a una dictadura nacionalista. Para que este tipo de gobiernos sean funcionales al capital, necesitan una única condición: que no pretendan distribuir equitativamente la riqueza del país entre todos sus habitantes; pueden incluso impulsar políticas de apoyo social, pero no acabar contra el colonialismo que sufren los pueblos.

México, un ejemplo de lo que ocurre: las rutas jurídicas del despojo

En enero de 1922, el gobierno mexicano introdujo reformas a la Constitución Política para flexibilizar la regulación sobre la tierra y los recursos naturales, fundamentalmente la venta y renta de las tierras ejidales y comunales (que en México son la mayoría por efecto de la reforma agraria), lo que representó un cambio sustancial con respecto al fin que tuvieron por varias décadas, de satisfacer las necesidades de los campesinos. Después de la reforma constitucional se modificaron las leyes que regulan la materia agraria, forestal, de aguas y mineras, entre otras, con el fin de adecuarlas a las nuevas disposiciones constitucionales. Al año siguiente se modificó la Ley de Inversiones Extranjeras para permitir el acceso del capital extranjero a las actividades ligadas al campo, sin restricción alguna, generando un mercado para el despojo de los bienes comunes. La mayoría de estas reformas legislativas sucedieron antes de la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos de Norteamérica y Canadá (TLCAN), lo que puede se interpretó como el cumplimiento de una condición que las empresas transnacionales impusieron al estado mexicano, a través de sus gobiernos y este aceptó.

Contrario a lo anterior, también hubo dos sucesos dentro de la legislación mexicana en sentido contrario. En la mencionada reforma de 1992 el Estado mexicano introdujo en la Constitución Federal una expresión para brindar protección especial a las tierras de los pueblos indígenas, que nunca se desarrolló y en otra reforma de agosto del 2001 se estableció el derecho preferente de los pueblos indígenas para acceder a los recursos naturales que existan en los territorios donde habitan, que tampoco se ha desarrollado en la ley. A esto se suma una reforma introducida en junio del 2011, por virtud de la cual los derechos humanos de los tratados internacionales se incorporan a la Constitución Federal, y con ellos la obligación de todas las autoridades estatales de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, “de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad” por lo cual, “el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”.

Así, por un lado tenemos leyes generales que permiten la apropiación de los recursos naturales; por otro lado, existe una falta de reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a sus territorios, las tierras y los recursos naturales en ellos existentes; pero una clausula constitucional incorpora los derechos reconocidos en los tratados internacionales que el Estado mexicano ha asignado, al sistema jurídico mexicano, lo que en la práctica genera un choque en perjuicio de los pueblos, porque las autoridades prefieren aplicar las primeras. A esto hay que agregar que en la legislación mexicana existen mecanismos como la expropiación, la imposición de modalidades a la propiedad derivada, sea social o privada, y la concesión de los recursos naturales a los particulares, la compraventa y arrendamiento de tierras, mecanismos de los cuales se han valido el Estado y las empresas transnacionales para despojar a los pueblos de su patrimonio.

Expropiación

Una de las formas jurídicas de atentar contra la propiedad de las tierras y los territorios indígenas es la expropiación, un acto unilateral de la Administración Pública, federal o estatal, cuyo fin es privar a los propietarios, privados o sociales, del uso, goce, disfrute y disposición de sus bienes “por causa de utilidad pública”. La figura no es nueva; concebida durante la época cardenista para fortalecer el proyecto nacional, ahora sirve para fomentar el lucro individual en detrimento del bien común y de la propiedad social.

La expropiación ha sido usada por el Estado mexicano para llevar a cabo grandes obras públicas que luego se entregan a los particulares para que las usufructúen, entre ellas las presas hidroeléctricas. Como ejemplo de las primeras están las presas de La Angostura y Chicoasén, en el Estado de Chiapas; la Miguel Alemán y Cerro de Oro, en Oaxaca; el Caracol, en Guerrero; la 02, en el Estado de Hidalgo; y la Luis Donaldo Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron a miles de indígenas de sus lugares de origen y provocaron alteraciones al medio ambiente, daños de los cuales nadie se hizo responsable. El caso extremo es el de la Miguel Alemán y Cerro de Oro, donde después de más de medio siglo de construida, los chinantecos afectados siguen reclamando su indemnización.

En la actualidad son emblemáticos los casos de resistencia a la construcción de las presas Paso de la Reina, en Oaxaca; La Parota, en Guerrero; la Yesca y El Cajón, en Nayarit; El Zapotillo, en Jalisco y El Naranjal, en Veracruz. A todas estas habrá que sumar los cientos de “micro presas” que se proyectan en varios estados de la república (Chiapas, Veracruz y Puebla, principalmente), para que los particulares produzcan energía eléctrica para alimentar sus grandes proyectos, la minería entre los más señalados, aprovechando la ventaja que les permite la Ley de Asociaciones Publico-Privadas, aprobada en el mes de enero del año pasado.

Imposición de modalidades

Una modalidad no es más que una limitación al derecho de propiedad que restringe su uso, también en beneficio general. Puede tener diversas expresiones pero en materia de afectación a los territorios y recursos naturales. Destacan las Áreas Naturales Protegidas (ANP), contempladas en la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente. En la actualidad, en la república mexicana existen 175 ANP, que se agrupan de la siguiente manera: 41 reservas de la biosfera que ocupan 12 millones 652 mil 787 hectáreas; 67 parques nacionales, con 1 millón 432 mil 24 hectáreas; cinco monumentos naturales, con 16 mil 268 hectáreas; ocho áreas de protección de recursos naturales, con 4 millones 440 mil 78 hectáreas; 36 de protección de flora y fauna, con 6 millones 684 mil 771 hectáreas; y 18 santuarios, con 146 mil 254 hectáreas. En conjunto abarcan 25 millones 387 mil 182 hectáreas, que representa el 12.92 % del territorio mexicano. Creadas para proteger la riqueza biológica del país centroamericano, difícilmente cumplen con su objetivo pues, de acuerdo con la propia Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, sólo 42 tienen programas de manejo; en otras palabras, de toda la tierra y recursos naturales a la que se le han impuesto modalidades solo en alrededor de 9 millones de hectáreas se tienen definidos los objetivos, planes y esquemas de conservación, es decir, bastante menos de la mitad.

Este instrumento ha servido para impedir a los pueblos indígenas ejercer sus derechos territoriales y de acceso preferente a los recursos naturales existentes en ellos. Hay ejemplo de esto: los miembros del pueblo Cucapá no pueden pescar ni para obtener sus alimentos porque el lugar donde acostumbraban hacerlo quedó en la zona núcleo de la Reserva de la Biosfera Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado, en Baja California; por otro lado los integrantes del pueblo Wirrárika, en Jalisco, luchan porque su territorio sagrado no sea destruido por carreteras o empresas mineras canadienses. En el mismo sentido la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas se niega a que los poblados de Ranchería Corozal, Nuevo Salvador Allende y San Gregorio, ubicados en la cuenca del Río Negro, sean regularizados, no obstante el acuerdo al que han llegado con la comunidad agraria de la Selva Lacandona, en el Estado de Chiapas. Todo esto sucede porque detrás de dichas Áreas Naturales protegidas existen fuertes intereses sobre los productos naturales que en ellas se encuentran.

De acuerdo con un estudio del Banco Mundial, el 95 % de las ANP están ubicadas en superficies de uso común, ejidales y comunales, por lo que se adueñan de 23 % de la superficie del sector social y al menos 71 de ellas se encuentran sobre territorios de 36 pueblos indígenas. Aún más: de las 152 áreas terrestres prioritarias para la conservación, que abarcan 51.6 millones de hectáreas, al menos 60 se traslapan con territorios indígenas. Existen 177 áreas voluntarias, en 15 estados del país, que abarcan alrededor de 208 mil hectáreas, y en ellas participan al menos nueve pueblos indígenas. La mayoría se encuentran ubicadas en Oaxaca, donde existen 79 áreas de certificación voluntaria. Pero en 2008, la Ley General del Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente cambió y colocó las áreas voluntarias de conservación como una categoría más de área natural protegida (estableció su carácter de utilidad pública y de competencia federal) y extendió sus condicionamientos hacia ellas, adoptando atribuciones sobre los territorios que las comunidades habían buscado no permitir.

Otros estudios afirman que en 101 de las 175 ANP existentes en el territorio mexicano viven alrededor de 1 millón 396 mil habitantes indígenas y no indígenas y en 66 de ellas existen importantes asentamientos indígenas, donde viven alrededor de 87,407 indígenas mayores de 5 años, que representan el 7.8 % respecto a la población total mayor a 5 años y en 18 Áreas Naturales Protegidas, la población indígena es migrante. Desde otro punto de vista se mira que en 48 ANP habitan 87 mil 306 hablantes de 31 lenguas indígenas mayores de cinco años, que representa el 7.7 % respecto a la población total indígena y en 19 la población indígena mayor a cinco años asciende a 82 mil 267, representando el 6.5 % de la población total mayor a cinco años y el 94 % del total de indígenas. Estas ANP se localizan en 14 estados, abarcando 129 municipios y 2069 localidades; en conjunto ocupan una superficie de 6 millones 628 mil 488 hectáreas, 38 % del territorio total ocupado por las ANP.

Concesiones de recursos naturales  y arrendamiento de tierras

De acuerdo con lo que dispone la Constitución Federal, los recursos naturales mexicanos son propiedad de la nación y los particulares pueden aprovecharlos solo mediante una concesión que el estado les otorga para ello. Esta medida, tomada en 1917 para asegurar que los recursos naturales sirvieran al desarrollo del país se ha vuelto en su contra, pues los gobiernos la usan como si los recursos fueran de su propiedad y la excepción de que los particulares aprovechen los recursos se ha convertido en la regla. Un ejemplo de ello es la minería. De acuerdo con el Sistema Integral de Administración Minera (SIAM), a mayo del presente año se habían extendido más de 31.000 concesiones mineras, que amparan 39.743.790 hectáreas en poder de 301 compañías, de las cuales, 207 son de origen canadiense y 48 estadunidense, que controlan la producción minera en México. Más todavía: hasta el año pasado, en el país centroamericano operaban 833 proyectos mineros, en etapa de exploración; 81 en producción; 35 en etapa de desarrollo y 52 en suspensión, esperando su reactivación;  de estos, 211 eran de origen canadiense y 44 estadounidense. Aparte de apropiarse de los recursos mineros del país, las empresas mineras han abusado de las facilidades que las leyes les otorgan, destruyendo el entorno donde se localizan, contaminando el suelo, el agua y el aire con metales pesados que son arrojados en ellos, desplazando pueblos enteros, destruyendo su hábitat y privándolos de las posibilidades de acceder a una vida digna.

No existen cifras oficiales sobre cuántas de ellas se encuentran en territorios indígenas pero sí estudios académicos. Eckart Boege, por ejemplo, cruzó los lotes mineros con los territorios indígenas, lo que le permitió concluir que al año 2012 existían en los territorios indígenas 5 mil 712 concesiones mineras, de las cuales 650 habían sido canceladas y por lo mismo se encontraban vigentes 5 mil 087, que abarcaban 1 millón 940 mil 892, de los 28 millones de hectáreas identificadas por el mismo autor como el núcleo duro de los territorios indígenas. Con base en estos datos se puede afirmar que al año 2012 un 17 % del total de los territorios indígenas estaban intervenidos por el otorgamiento de concesiones mineras. Entre los pueblos más afectados por esta industria se encuentran los Rarámuris, en el estado de Chiahuahua; los Zapotecos y Chatinos, en Oaxaca; Mixtecos, en los estados de Guerrero, Puebla y Oaxaca; los Coras, de Nayarit y Tepehuanes, de Durango. Con todo, los casos más dramáticos son los de los pueblos Yumanos del norte del país, donde algunas concesiones abarcan casi la totalidad de los territorios de los pueblos Kiliwas, Kikapoo, Cucapas, Pimas y Guarijíos.

Existen otras actividades para las que también se rentan las tierras y son los negocios de las empresas transnacionales mineras y eólicas. A la fecha los proyectos eólicos en operación son 15 en el estado de Oaxaca, uno en Baja California y uno en Chiapas. Mientras que los que están en desarrollo son 18, de los cuales 9 se encuentran en Oaxaca, 5 en Baja California y 2 en Jalisco, otros en Zacatecas y Quintana Roo, la mayoría de ellos, se proyectan sobre territorios indígenas. Todos estos proyectos son importantes, pero ninguno del tamaño del Istmo de Tehuantepec, concebido en el marco del Proyecto Mesoamérica, manejado por la empresa española Mareña Renovables y que se consolidará como el mayor parque eólico de México y uno de los más grandes de América Latina: 132 torres con aerogeneradores y una línea de transmisión de 52 kilómetros para conectar el parque con la red eléctrica. Esto permitirá una reducción de emisiones de dióxido de carbono en hasta aproximadamente un millón de toneladas por año, un enorme “favor” al medioambiente y un gran paso adelante para el desarrollo de la ''Economía Verde'', la nueva cara de un capitalismo ''atento a las necesidades'' del territorio y sus habitantes.

Son los proyectos que en la actualidad más afectan a los pueblos indígenas y su derecho al territorio, pero no son los únicos. También existen concesiones sobre aguas, que están siendo acaparadas por las empresas embotelladoras, donde sobresalen Bonafont, Nestlé, Coca-cola y Pepsi-Cola, de capital extranjero y casi dueñas del mercado nacional mexicano, permisos para la bioprospección para apropiarse del conocimiento tradicional de los pueblos, los servicios ambientales para la captura de carbono, entre otros. Para todos ellos necesitan acceder a las tierras donde se encuentran, la mayoría de ellas ubicadas en territorios indígenas. Hay que decir que la Ley Agraria establece que los contratos pueden ser hasta por 30 años, renovables por otro periodo similar, es decir, 60 años. Toda una vida de un ejidatario o comunero.

Resistencia de los pueblos Originarios en América Latina

La lucha de los pueblos indígenas en defensa de sus territorios pone en evidencia el carácter discriminatorio de la sociedad mexicana y el depredador del capital, así como la ineficacia de la legislación que los reconoce. De poco ha servido que en la Carta Magna se reconozca el carácter multicultural de la nación mexicana, igual que los pueblos indígenas y sus derechos, entre ellos el acceso preferente a los recursos naturales existentes en sus territorios si no existen instituciones específicas para aplicarlas; tampoco sirve de algo que la propia Carta Magna establezca la recepción de los derechos humanos reconocidos en los instrumentos internacionales (entre ellos el derecho al control de su territorio y las administración uso y aprovechamiento de los recursos naturales, igual que a la consulta previa antes de realizar en ellos actos que pudieran impactarlos) si en la práctica estos no se respetan. Los pueblos indígenas lo saben. Pero también han aprendido, y esto ocurre con todos los pueblos originarios en Latinoamérica, que el discurso legitima, por eso en lugar de dejarlo todo a sus adversarios se apropia de él y lo usan en su beneficio, cuando consideran que les conviene. No de otra manera se explica que su lucha, cualquiera que sea la forma que asuma, invariablemente incluyan el reclamo de falta de de los pueblos como sujetos de derechos colectivos, violación del derecho al territorio y otros derechos asociados a él.

Armados de este discurso jurídico, los pueblos originarios del continente emprenden acciones de diversa índole. Las que invariablemente están presentes en sus movilizaciones son las informaciones públicas a través de las cuales se brinda información a los afectados sobre el problema, lo mismo que al resto de las sociedades en general. Para hacerlo se usa la prensa hablada y escrita, pero también echan mano de radios comunitarias que ellos mismos han ido construyendo, o pintas en caminos rurales, paredes de casas y plazas en las zonas urbanas. Los que pueden elaboran folletos con información sobre los derechos que el estado y las empresas deben respetar, las consecuencias de no hacerlo, crean páginas de internet para explicar los problemas, etc. Ninguna de estas acciones se descarta. Cada una tiene su propio fin y público destinatario.

Otra forma de lucha es la movilización. La gente se moviliza para enterarse del problema y analizar soluciones, organizando reuniones comunitarias o regionales, según el caso, donde aprovecha para ir creando relaciones de solidaridad y acompañamiento; pero también realiza marchas públicas, mítines de denuncia. Todas son acciones tradicionales de las que se valen sectores inconformes para hacerse escuchar frente a la inacción o la actuación arbitraria de las autoridades estatales o de las empresas. A ellas suman cabildeos con funcionarios públicos para conocer su postura u obtener información para su lucha; con miembros del poder legislativo para que presionen a las autoridades y se conduzcan conforme a la ley, con representaciones de las empresas para explicarles la razón de su inconformidad y hasta en instancias internacionales donde buscan presionar a los distintos gobiernos para que respeten los derechos que han reconocido.

Una vertiente que siempre se encuentra presente son los procesos judiciales contra las mineras. Al uso del derecho para justificar públicamente el reclamo de derechos y validar determinados actos como las asambleas comunitarias de rechazo a las empresas, se suman juicios de carácter  administrativo, como los que se emprenden contra las actuaciones de diversos organismos estatales, por no ajustarse a la normatividad ambiental a la hora de aprobar los proyectos; reclamos para que se constate la violación de derechos humanos y recomiende a las autoridades estatales cesar los actos violatorios y tomen medidas para evitar que se repitan; juicios agrarios para anular contratos de arrendamiento, ocupación temporal de las tierras, controvertir montos de pago y hasta solicitar la desocupación de las tierras y amparos ante el poder judicial en cada país, pidiendo su protección ante la violación de garantías constitucionales y evitar que siga sucediendo. Las experiencias en cada caso son distintas, porque los resultados no dependen solo de lo que las leyes digan, sino de una buena combinación de diversas formas de lucha.

Las movilizaciones más novedosas son las de acción directa, expresadas en la ocupación de minas. Como no confían en que las autoridades estatales vayan a fallar en su favor y respeten sus derechos si emprenden un proceso judicial para lograrlo, deciden hacerlo ellos mismos, apelando al derecho que les dan las leyes. Los más imaginativos echan mano de sus propios recursos y se reafirman en su territorio y sus prácticas culturales, delimitando su territorio por la vía de los hechos o fortaleciendo sus lazos comunitarios a partir de su relación con la naturaleza. Este tipo de acciones, aunque no parezca, tienen un grado de efectividad bastante amplio y profundo, al grado que podría decirse que es lo que diferencia la lucha de los pueblos originarios de las de otros sectores, pues en ella ponen en juego sus recursos identitarios y de derechos colectivos, mostrándose diferentes (culturalmente) del resto de la sociedad, pero iguales en derechos, que es una manera de reclamar la inclusión que tanto se les ha negado. Las luchas emancipadoras de los pueblos originarios, como se ve, no recorren los mismos caminos que el resto de la población en América Latina.

En todos estos tipos de resistencias existe un denominador común: dejar de ser sociedades colonizadas para integrarse en una sociedad igualitaria y multicultural, pero real. Eso explica que el eje central de sus luchas, el que da sentido a todas sus demandas sea la autonomía y alrededor de ella la defensa de sus territorios y los recursos naturales en ellos existentes, que sumados nos arrojan una defensa del territorio y sus recursos naturales. Esto nos lleva a un terreno más pantanoso que es necesario comprender: en el fondo de las reivindicaciones de los pueblos indígenas flota la idea que el paradigma de vida occidental ha entrado en una crisis civilizatoria sin retorno, que nos urge a encontrar nuevos modelos de vida que sustenten nuestras esperanzas de que la vida podrá subsistir por mucho tiempo.

En esto, las luchas de los pueblos originarios tienen mucho que aportar: la relación de respeto con la naturaleza, la filosofía de la solidaridad por sobre las relaciones económicas, el trabajo y el festejo como dualidad en las relaciones sociales. De ese tamaño es el reto. Por eso las luchas de los pueblos originarios son luchas de toda la humanidad. En la descolonización de los pueblos indígenas se encuentra la libertad de todos los ciudadanos y pueblos.*




* Una aclaración: tomamos el ejemplo de México en parte del desarrollo de la presente publicación a modo de ser más claros, de mostrar más claramente la situación de los pueblos originarios, pero esto podría ser, de hecho lo es, extensible a muchos otros países latinoamericanos, como por ejemplo: Bolivia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Brasil, entro otros. Lo que pretendemos denotar es el porqué de las luchas indígenas en Latinoamérica y la importancia que representa para el resto de las sociedades en el continente. 

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