Por Claudio Katz
Las agresiones bélicas de la última década han privilegiado las zonas tradicionales de intervención imperial: Medio Oriente, América Latina y África. También en este plano Barack Obama continúa con menos alardeos, la política de atropellos que implementó Bush. Evita las imprudencias de su antecesor, pero preserva la misma agenda militarista.
Las incursiones repiten un libreto conocido. Primero aparecen los discursos moralizadores y luego el hostigamiento del enemigo, que está invariablemente localizado en una región apetecida. Posteriormente se exige la rendición con chantajes diplomáticos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y finalmente aparece el bombardeo o la ocupación del país cuestionado.
LA DEMOLICIÓN DE IRAK
Los ataques en Medio Oriente obedecen a dos razones específicas: reservas petroleras y ubicación geopolítica. Estas motivaciones determinaron la continuada presencia imperial durante todo el siglo XX. Pero el ciclo iniciado en el 2001 se ha caracterizado por nuevos atropellos que alcanzaron proporciones dantescas en Irak.
Todavía se desconoce cuántas víctimas provocó la invasión norteamericana, aunque varias estimaciones computan 600.000 muertos, cuatro millones desplazados y dos millones exiliados. Aumentó la desnutrición infantil, el 43% de población recayó en la pobreza extrema, la mitad de los trabajadores quedaron desempleados, el 79% de los habitantes carece de agua potable y se perdió al 80% de los médicos.
En Irak ha imperado el terror cotidiano y ya nadie recuerda los ridículos argumentos esgrimidos por Bush para lanzar el ataque. Todos los funcionarios han reconocido que nunca existieron las armas de destrucción masiva y con gran cinismo hablan de “errores de evaluación” o “fallas de información”. Es sabido que utilizaron un burdo pretexto para consumar una ocupación cuidadosamente planificada.
El control del petróleo fue la causa directa de la invasión. Es conocida la vinculación de la familia Bush con ese sector y la urgencia por ampliar el abastecimiento de crudo importado, ante el escaso desarrollo de las energías renovables. Todos los gobiernos norteamericanos han buscado incrementar esa provisión, privilegiando la región del Golfo, que concentra dos tercios de las reservas mundiales y aporta el 30% de la producción. Con el control de Irak se intentó contrapesar la excesiva dependencia de suministros sauditas y se buscó incidir en la evolución de las cotizaciones del crudo.
El recurso natural más codiciado por las potencias afronta un horizonte de agotamiento que acentúa la rivalidad por su acaparamiento. La transición hacia un patrón energético independizado del petróleo será un proceso prolongado, que estimula la captura inmediata de todas las fuentes disponibles de crudo. Como ese abastecimiento es por otra parte imprescindible para el complejo militar-industrial, salta a la vista la influencia del Pentágono en el ataque a Irak. El petróleo es un insumo vital para el funcionamiento de la maquinaria bélica y garantizar su obtención en Medio Oriente ha sido un principio estratégico central desde la presidencia de Carter.
Pero Irak no carga sólo con la desventura de riquezas petroleras que el imperio considera propias. Está ubicado en un punto de cruce entre China, India y Asia Central, que el poder norteamericano intenta rediseñar. Por esta razón Bush no repitió la acción punitoria de la “Tormenta del Desierto”, sino que optó por la ocupación permanente y la instalación de un gobierno títere.
Algunos autores afirman también que el ataque fue también una imposición del lobby sionista, que ha buscado perpetuar un estado de guerra en toda la región. La “acción preventiva” pretendió convencer al mundo árabe del carácter invencible de Washington y la consiguiente conveniencia de aceptar las imposiciones del sionismo. Esta política desestabiliza el mercado petrolero y entraña conflictos con los emires del Golfo, pero asegura el amedrentamiento militar.
Seguramente la enorme influencia lograda por los estrategas neoconservadores inclinó la balanza a favor de una incursión unilateral. Esta acción era recelada por los ideólogos tradicionales del establishment (como Kissinger o Brezinski), que advirtieron el peligro de repetir el pantano de Vietnam.
La invasión fue un mensaje de dominación a todos los enemigos, adversarios, socios y aliados. Estados Unidos exhibió su decisión de aplicar la ley de la selva y envió una advertencia directa a todos los candidatos a sufrir alguna intervención (Corea, Irán, Siria). La ''primera potencia'' mostró los dientes a los países que despliegan su armamento en la zona (Rusia, China) y recordó a los aliados de la OTAN, quién ejerce el control efectivo de la fuerza. Este “efecto Hiroshima” ha sido frecuentemente utilizado por Estados Unidos. La devastación nuclear que sufrió Japón, inauguró un mensaje disuasivo del ejército que maneja un poder ilimitado de destrucción.
La ocupación de Irak fue precipitada también por necesidades coyunturales de reforzamiento de la primacía del dólar, ante la amenaza de Saddam Hussein de comercializar el petróleo en euros. La invasión buscó brindar confianza a los países que acumulan Bonos de Tesoro y financian los déficits gemelos de Estados Unidos. Todos los presidentes de la primera potencia han llevado a cabo alguna acción militar significativa, contra países que pueden ser derrotados con facilidad y en poco tiempo. De esta forma, el imperialismo hace valer su poderío a escala mundial.
El plan inicial de Bush contemplaba destruir el viejo régimen, disolver su ejército e instaurar un régimen títere, pero fracasó por completo. La invasión creó un polvorín y desembocó en un a tolladero, que demostró la imposibilidad de reducir a Irak a un status colonial. Estados Unidos no está habituado a comandar este tipo de administraciones y la preexistencia de un aparato estatal moldeado en tradiciones nacionalistas, bloqueó cualquier posibilidad de protectorado colonial. El caos que sucedió a la invasión confirmó la imposibilidad de gobernar el país, sin el concurso de milicias locales y alguna minoría étnica.
La ocupación enfrentó una resistencia insurgente que utilizó gran armamento, demostró experiencia de lucha y exhibió voluntad de sacrificio. El terror fue una respuesta insuficiente y Estados Unidos ha comenzado a repetir la política ensayada por los británicos a principio del siglo XX: propiciar guerras sectarias entre las distintas confesiones, para crear un ejército títere al cabo de un desangre colectivo.
Con esa finalidad tolera una violencia religiosa que amenaza la integridad del país. Pero esta situación es ingobernable a mediano plazo y resulta imposible apoderarse del petróleo de una nación desgarrada. Estados Unidos ha creado un desastre, que no logra resolver.
La política de gobernar oponiendo grupos religiosos se instrumenta a través de los sectores sunitas financiados por Arabia Saudita, contra las fracciones chiitas solventadas por Irán. Pero esta reorganización confesional de Irak es una apuesta riesgosa, ya que abre el camino para otras fracturas (dentro de los chiitas) y nuevas acciones autónomas de la minoría kurda, que se ha divorciado del resto del país. Una partición definitiva en tres estados tornaría más difícil el manejo del petróleo y por eso Estados Unidos propicia algún tipo de federación bajo su arbitraje.
Ningún gobierno ha podido funcionar en el caos creado por el laberíntico clientelismo de una guerra de confesiones. Las elecciones instalan funcionarios sin poder de administración, las coaliciones nacionales no se trasladan a las regiones del interior y en el país impera el desgobierno. Por esta razón los invasores mantienen abierta la posibilidad de algún acuerdo con Irán o Siria, para tornar manejable la realidad política iraquí.
LA EXTENSION DE LA GUERRA
Obama ha intentado salir del pantano iraquí, ampliando las operaciones en Afganistán y abriendo un nuevo frente en Pakistán. Pero al saltar de una región a otra borrando las fronteras, acentúa la ilegitimidad de guerras sucesivas implementadas por gobiernos aislados e impopulares.
Frente a cada adversidad militar aumenta la apuesta bélica y se agrava la tragedia humanitaria. Los refugiados, las masacres y la destrucción de localidades repiten lo ocurrido hacia tres décadas en Indochina, cuando la ocupación de Vietnam fue seguida de una invasión a Laos y otra a Camboya.
Con esta expansión guerrera se intenta reforzar un eje pro-norteamericano en torno a Egipto y Arabia Saudita, en oposición a Siria e Irán. También se pretende retomar la política de ocupación occidental, que guió la primera guerra del Golfo. El objetivo norteamericano es lograr nuevas contribuciones financieras de Europa y Japón y nuevos contingentes de tropas, aportados por todos los miembros de la OTAN. Pero remendar el unilateralismo de Bush exige victorias en el campo de batalla, que los marines no están logrando.
Afganistán es la prioridad de una ofensiva concebida para obtener éxitos inmediatos. El país estuvo siempre en el camino de los conquistadores y es un punto de encuentro entre China, India, Rusia e Irán. Alberga grandes reservas de petróleo, gas, cobre y hierro. Pero los crímenes se suceden sin respiro en todo el país y las batallas privatizadas multiplican el descontrol de las milicias informales.
El nivel de corrupción gubernamental es tan delirante como el fraude electoral. El propio gobierno norteamericano ha debido emitir algunas reprimendas a su impresentable títere (Karzai). La intolerancia religiosa y la discriminación contra la mujer, objetadas a los talibanes, son la norma oficial en el territorio.
Pero lo más llamativo es la resurrección de Afganistán como centro de producción y comercialización de drogas. El cultivo de heroína (proveniente de las plantaciones de opio, otro de los grandes intereses del poder mundial) ha vuelto a florecer, financia la guerra y alimenta la red de funcionarios que giran sus beneficios al exterior. La complicidad de la CIA y los ''grandes'' banqueros en las guerras locales por el control del tráfico y la participación de los bancos norteamericanos en el lavado de dinero vuelve a cobrar relevancia.
Desde hace nueve años las tropas estadounidenses enfrentan serias dificultades para someter a los talibanes. Han probado infinitos planes, estrategias y jefaturas, sin ningún resultado. Se refugian en las ciudades, despilfarran pertrechos y acrecientan las víctimas civiles.
Más problemática ha sido la extensión de la conflagración a Pakistán, como resultado del cruce generalizado de las fronteras. Un aliado de peso de Estados Unidos ha quedado involucrado en grandes enfrentamientos y soporta el éxodo de 2,5 millones de refugiados. En esta zona el imperialismo juega con fuego. Los militarizados gobiernos pakistaníes han seguido en las últimas décadas todas las órdenes dictadas por Washington. Pero el sostén de estos generales entraña peligros inconmensurables.
El país cuenta con armas nucleares y entrenó a los talibanes que terminaron en la trinchera opuesta. La CIA creó junto a sus socios pakistaníes ese ejército de fanáticos religiosos, que primero atacó al gobierno ''progresista'' de Afganistán (que sostenía la URSS) y luego se convirtió en el enemigo número uno del Departamento de Estado. Nadie sabe qué grado de intensidad mantienen las relaciones entre esos talibanes y sus viejos adiestradores pakistaníes.
Al desarrollar una guerra desde este país, el imperialismo refuerza su compromiso con un gobierno corrupto, que no socorre a las víctimas de las inundaciones para garantizar la continuidad de los bombardeos de la fuerza aérea. La animosidad de la población hacia Estados Unidos aumenta, al compás de los delitos que cometen los marines.
El ingreso de Pakistán en el escenario de la guerra implica, además, recrear las tensiones con la India, que ha sido su principal adversario militar en las últimas décadas. Ambos países multiplican las maniobras y desplazan tropas hacia la frontera más caliente de la zona.
El gobierno de India considera que su rival apaña a grupos comprometidos en atentados de gran porte (como Bombay en el 2008). Hay sectores que propugnan abiertamente la guerra para asegurar la ocupación de Cachemira y retomar el conflicto limítrofe.
Estados Unidos maniobra entre sus dos aliados, conociendo la enorme dimensión de los arsenales nucleares que acumulan ambos contendientes. Ensaya un juego a dos puntas para actuar como árbitro, recurriendo a la misma duplicidad que utiliza frente a Israel y Turquía (en el caso de Palestina) o ante Grecia y Turquía (en el conflicto del Mediterráneo).
Pero la India se perfila como el principal asociado, no solo por la envergadura de la sub-potencia regional. El giro pro-norteamericano de los grupos dirigentes induce a colocar al país en la primera fila, de la contención de China.
Este ajedrez solo puede funcionar si predomina un nivel de estabilidad, que el Pentágono erosiona al extender la guerra. Con esa ampliación se promocionan ejércitos, que posteriormente cobran vuelo propio y terminan chocando con el poder imperial. Estas secuencias siguieron los talibanes y Sadam Hussein. El gran peón que utilizaron los norteamericanos para acosar a Irán fue presentado posteriormente por los medios como un enemigo acérrimo de Occidente. Este tipo de conversiones se avizora también en otros países (como Yemen).
La extensión regional de la guerra apunta a reforzar una dinámica de cerco, presión y negociación sobre Irán. Estados Unidos propició a través de Irak un devastador desangre de ocho años, que causó un millón de muertos y no logró destruir al régimen iraní. Esta matanza aniquiló la economía de ambos países, sin quebrar al gobierno de los Ayatholás. Al contrario, estabilizó la primacía de una teocracia frente a la hostilidad externa y ante el terrible escenario, que posteriormente impusieron las tropas norteamericanas en Irak.
Irán ha sido hasta ahora uno de los principales ganadores de la aventura de Bush. Aumentó su influencia directa en Bagdad, a través de los distintos clanes chiitas y conquistó un poder de veto sobre las principales decisiones que adoptan los frágiles gobernantes del país. Frente a este desastre, Estados Unidos oscila entre la amenaza y la negociación con el régimen persa.
Por un lado, exhibe el garrote para forzar el abandono del programa nuclear iraní por medio de eventuales bombardeos, actos terroristas o conspiraciones. Pero al mismo tiempo, el Pentágono necesita a Irán para estabilizar Irak y contener la degradación de Afganistán. Aunque privilegia la sociedad con Arabia Saudita y Egipto, puede requerir también el auxilio de su adversario iraní.
Las elites que gobiernan en Teherán están abiertas a ambas alternativas. Buscan mantener su dominación interna, frente al creciente descontento que genera su política totalitaria. La negociación con el enemigo norteamericano podría brindarles el oxigeno que necesitan para preservar su control del estado.
El rompecabezas general de la región más ensangrentada del planeta continúa sin solución a la vista. Obama intentó disminuir el odio popular hacia Estados Unidos, pero autorizó masacres que incrementan esa hostilidad. Busca recrear una acción imperial colectiva, pero sus incursiones potencian la desconfianza de los aliados.
PALESTINA Y EL NUEVO ESCENARIO
Toda la política imperialista en Medio Oriente se basa en el sostén de Israel, que no es sólo un aliado o socio de Estados Unidos. Ese estado constituye una prolongación directa de la primera potencia en la región. Los colonos que arrebataron Palestina comenzaron a ejercer este rol semi-imperial, cuando se convirtieron en un aparato militar victorioso, con capacidad de acción sobre toda la región.
Los ocupantes sionistas vetaron primero el retorno a su tierra de los pobladores originarios, que escaparon de la guerra perpetrada en 1947-49. Ese despojo fue posible por el clima de reparación internacional hacia los judíos que sucedió al holocausto. Pero la confiscación por éxodo forzado de la población no pudo repetirse en 1967, cuando los habitantes aprendieron la lección de los refugiados y se quedaron en sus hogares. Esa permanencia determinó el comienzo de una resistencia, que Israel ha respondido con mayor anexionismo.
La lógica de genocidio que impone el sionismo tiene poca viabilidad, en una era de descolonización. Ya no es factible repetir el exterminio que sufrieron los amerindios, la esclavización que padecieron los africanos o el destierro que predominaba en la Antigüedad (al día de hoy todo esto sigue existiendo pero más ocultado). Frente a esta imposibilidad rige un dispositivo que reemplaza a la población local por inmigrantes seleccionados con criterios étnicos. Esta política imposibilita la coexistencia de las distintas comunidades.
La anexión se implementa con un ropaje de negociaciones de paz que en los papeles promueve la consolidación de dos estados y en los hechos obstruye ese objetivo. El futuro de Jerusalén, los derechos de los refugiados y el fin de los asentamientos quedan fuera de las tratativas, mientras que la implantación de nuevos colonos anula la eventual formación de un estado palestino real.
La expropiación de tierras, el robo del agua, la creación de rutas exclusivas y la erección de muros separando a las ciudades bloquean esa posibilidad. Los Bantustán que el Apartheid diseñó en Sudáfrica han resucitado. Cisjordania ha quedado convertida en una prisión gigantesca, que obliga a los palestinos a elegir entre la emigración y la supervivencia en cantones aislados.
Israel sostiene esta política de ocupación con atroces campañas militares. La masacre de Gaza (2009) incluyó bombardeos a refugios de la ONU, ataques con fósforo blanco y demolición de escuelas, mezquitas y hospitales. Esta masacre fue perpetrada con el pretexto de eliminar cohetes de fabricación casera, que ni siquiera rasguñaron la fortaleza israelí. El ocupante (Israel) mantiene un cerco sobre un millón y medio de personas en Gaza, que sobreviven entre la basura, la oscuridad y las aguas servidas. Como la anexión de este minúsculo territorio superpoblado se tornó inviable, hubo retiro de colonos y reforzamiento del terror.
Israel repite el libreto de todos los colonialistas. Porta la bandera de la civilización y esgrime derechos de defensa para ocultar su dominación. Pondera su “democracia moderna” y descalifica las costumbres de los pueblos árabes. Pero omite, por ejemplo, que la invasión a Gaza se concretó para desconocer un resultado electoral de Hamas, avalado por todos los observadores internacionales. Las libertades públicas que enaltecen los sionistas, sólo rigen para discutir la mejor forma de vulnerar los derechos en los territorios ocupados. Quiénes exaltan la tolerancia religiosa del estado hebreo suelen olvidar el carácter confesional de esa institución.
También omiten el fundamento bíblico utilizado para justificar ampliaciones territoriales inspiradas en los sagrados límites de Samaria y Judea. El alcance de las restricciones islámicas impuestas por los palestinos constituye un misterio, puesto que las bombas han impedido conocer esas limitaciones.
En la región no impera un conflicto entre “extremistas de los dos bandos”. Con ese criterio de neutralidad habría que equiparar a los marines con los vietnamitas, a los paracaidistas franceses con la resistencia argelina y a los realistas españoles con los criollos americanos. En las situaciones coloniales hay victimarios y víctimas.
El doloroso legado del holocausto es frecuentemente utilizado para acallar la denuncia de un estado opresor, lo cual tiene otra gravedad: jugar con las vidas de quienes lo padecieron utilizándolas de escudo. Esta censura se ejerce identificando al judaísmo con el sionismo e Israel y catalogando cualquier crítica como un acto de antisemitismo. Se olvida que esos tres conceptos difieren significativamente.
El judaísmo es una religión, una cultura o una tradición de un pueblo diseminado por muchos países. Israel es un estado construido con la explícita preeminencia de los hebreos, pero actualmente incluye varios grupos desconectados de ese origen. El sionismo es una ideología de apropiación colonial con ropaje milenario.
Es indispensable partir de esa caracterización para distinguir las posturas anti-judías, anti-sionistas y anti-israelíes. La primera actitud es racista, la segunda anticolonialista y la tercera no presenta un significado nítido (al igual que el antinorteamericanismo expresa un genérico rechazo al imperialismo).
Israel necesita redoblar la apuesta bélica para perpetuar el colonialismo. Cada cese de hostilidades es utilizado para preparar nuevas incursiones, como lo demuestra la secuencia de Beirut (1982), Ramalá (2002) y el Líbano (2006). Estas agresiones han creado en el país una mentalidad de resentimiento, que es utilizado para justificar cualquier atrocidad frente a un mundo hostil. Con esos mensajes se busca sofocar las demandas de las solución pacifica que emergieron durante los años 80.
Este belicismo también socava convicciones de una sociedad que debe escuchar dolorosas comparaciones con el salvajismo de los nazis. En el país se ha institucionalizado la tortura y un despliegue de terrorismo de estado, centrado en asesinatos selectivos de militantes y ataques a flotillas humanitarias de solidaridad con los palestinos.
Pero lo central es registrar que Israel no actúa solo. Opera en función de las prioridades geopolíticas de Estados Unidos, que transfirió al país centenares de bombas atómicas, sin ninguna exigencia de inspección o suscripción de tratados de no proliferación.
El ejército sionista cumple el mandato norteamericano de intimidar a los gobiernos árabes, para que refuercen su colaboración con la opresión que sufren los palestinos. Especialmente la monarquía jordana, los jeques sauditas y las autocracias egipcias han combinado el prudente silencio con la explícita complicidad. Complementan en el plano diplomático la acción armada de Israel. La lucha de los palestinos ha sido durante décadas una pesadilla mayúscula para las clases dominantes árabes. Temen la convergencia de ese combate con las demandas sociales de todos los oprimidos de Medio Oriente.
Cada acción de Israel recalienta el polvorín regional y afectan los equilibrios que su mandante norteamericano ha gestado con los gobiernos árabes pro-occidentales. El imperialismo sostiene a ambas partes mediante un tipo de duplicidades, que se extiende también a Turquía. Este país participa de la OTAN y alberga bases norteamericanas, pero tiene un gobierno islámico y enfrenta serios roces con el estado sionista.
El Departamento de Estado hace malabarismos para apadrinar a todos sus socios, pero privilegia a Israel, a través de un lobby que opera como una fuerza interior del sistema político norteamericano. Este grupo de presión no expresa a la colectividad judía, sino al aparato industrial-militar del establishment. Esta profunda integración diferencia a Israel del Apartheid y torna improbable la repetición del proceso que condujo al desmonte de la estructura racista sudafricana.
Israel tiene garantizada la protección diplomática de Estados Unidos en las Naciones Unidas. También cuenta con la cobertura de los grandes medios de comunicación, que mantienen un doble patrón de cobertura de los fallecimientos. Arden ante cualquier víctima israelí y no se perturban por el asesinato de miles de palestinos. Pero la heroica resistencia de este pueblo ha puesto sus demandas sobre el tapete. No recuperaron sus tierras, ni construyeron su estado, pero ya nadie puede borrarlos del escenario internacional.
Pero en los primeros meses del 2011 toda la política imperial en Medio Oriente ha quedado sacudida por una revuelta democrática generalizada, que conmueve al mundo árabe. Este levantamiento se propaga de país en país, reflejando la similitud de condiciones políticas imperante en toda la región. Todavía es muy prematuro evaluar los resultados de la sublevación, pero ya se registraron triunfos populares en Egipto y Túnez, prosiguen las movilizaciones en Yemen, se extienden los levantamientos a Barheim, Siria, Marruecos o Jordania y ha estallado una seria confrontación armada en Libia.
La OTAN ha comenzado a intervenir con bombardeos selectivos para iniciar un contraataque y dejar establecido un precedente de acciones militares. Como ya es habitual vuelven a utilizar el pretexto de la “intervención humanitaria”, olvidando el desastre apocalíptico de Irak y el infierno que padece Afganistán. Los bombardeos no protegen a la población civil y destruyen la infraestructura del país atacado. Apuntan exclusivamente contra los gobiernos poco confiables y jamás afectan a los monarcas y tiranos subordinados a Occidente. Esta duplicidad alcanza proporciones escandalosas en Medio Oriente. Los ataques virulentos contra los adversarios circunstanciales contrastan con el encubrimiento de los crímenes que perpetran socios de las grandes potencias.
La sublevación árabe impone limitaciones a las incursiones imperiales que no existían durante la década pasada. El levantamiento se desenvuelve en una zona geopolítica vital para los intereses norteamericanos, creando una situación muy distinta a la predominante en Europa del Este después de 1989. Además, el nuevo protagonismo de los jóvenes y las mujeres introduce un distanciamiento potencial con el fundamentalismo islámico, reforzado por la centralidad de las banderas democráticas que encabezan todas las protestas. Hay muchos indicios del comienzo de un giro histórico por la irrupción de las masas. Este dato modifica el escenario futuro de Medio Oriente.
LA DOMINACIÓN DE AMÉRICA LATINA
América Latina siempre ocupó un lugar especial en la estructura del imperialismo norteamericano. Fue el primer territorio de expansión yanqui y estuvo considerado por el establishment del norte como una posesión innegociable. La Doctrina Monroe apuntó primero a limitar la presencia europea y buscó posteriormente asegurar la primacía estadounidense. La denominación “Patio Trasero” ilustra esta estrategia de sujeción.
Esta orientación no ha cambiado con el fin de la era Bush. Obama sólo introdujo una diplomacia de buenos modales, para contrarrestar el desprestigio de su antecesor. Al comienzo de su mandato sugirió algún retiro de presos de Guantánamo, pero sin devolver el enclave a Cuba. Planteó aliviar las restricciones para viajar a la isla, pero sin levantar el embargo y buscó ciertos acercamientos diplomáticos en el ámbito de la OEA. Pero al poco tiempo retomó la tradicional combinación de la zanahoria con el garrote.
Obama recrea la acción diplomática (en la tradición de Clinton), pero no desecha la brutalidad. La búsqueda de consensos con la derecha podría incluso endurecer su política hacia la región. A mitad del 2011, la captura republicana de varios cargos estratégicos en las comisiones parlamentarias de política exterior, podría forzar ese giro.
La orientación imperial hacia Latinoamérica siempre jerarquizó la presión militar. Bajo el mandato de Obama los gastos bélicos destinados a la zona alcanzaron el nivel más alto de la década y han llegado al 47% de la “ayuda” total.
El dispositivo bélico se asienta en la reactivación de la IV Flota, que maneja el Comando Sur de Miami desde el abandono del Canal de Panamá. Ese centro reúne más personal civil dedicado a la región, que todos los departamentos diplomáticos y comerciales de Washington. Monitorea una vasta red de instalaciones, que aseguran cobertura aérea y marítima para cualquier incursión eventual de los marines.
La nueva flota puede navegar ríos interiores, con un equipamiento equivalente a los barcos que operan en el Golfo Pérsico y el Mediterráneo. Actúa como complemento marítimo del control aéreo y territorial que Estados Unidos detenta de toda la zona y guía los ejercicios que despliega la armada por todas las costas.
El segundo pilar de este arsenal son las nuevas bases de Colombia. Supervisan el rearme de los ejércitos títeres de la región y recrean operaciones secretas, con las técnicas desarrolladas durante la guerra fría. Muchas acciones que se practican en Afganistán son previamente ensayadas en Colombia. El Pentágono ejerce un mando directo sobre una zona del país, mediante el control de los aeropuertos y del espacio radioeléctrico. También goza de plena inmunidad para la acción de tropas, que no deben rendir cuentas ante los tribunales colombianos.
Algunos analistas relativizan el peligro creado por estas bases, estimando que Estados Unidos jerarquiza la atención de otros frentes. Estiman que la burguesía del país está demasiado ocupada en manejar sus negocios o en controlar la actividad de un ejército local profesionalizado.
Pero esta tranquilizadora mirada desconoce la continuada gravitación que mantiene América Latina para el imperialismo norteamericano. También olvida el terrible prontuario de salvajismos que acumulan los discípulos colombianos del Pentágono. Este país continúa liderando todos los récords regionales de terrorismo de estado. En los últimos 15 años se registraron 20.000 desapariciones y desde mitad de los años 80 los paramilitares asesinaron a 30.470 personas. Sólo en el 2010 ultimaron a 40 sindicalistas e incluso consumaron masacres con la única finalidad de obtener las recompensas que ofrece el gobierno. Ya existen 4,5 millones de desplazados por la acción de bandas para-oficiales, que han cobrado sus servicios con la apropiación de 6 millones de hectáreas.
MILITARIZACIÓN Y NARCOTRÁFICO
En Colombia se descubren permanentemente fosas comunes de cuerpos descuartizados. Los gobiernos despliegan un discurso dual. Por un lado declaran victorias contra el terrorismo y el narcotráfico y por otra parte convocan a los marines, para impedir el incontenible avance de esos flagelos. Los cambios de presidente sólo han modificado la forma de gestionar el terror.
Otra función inmediata de las bases norteamericanas es hostigar a los gobiernos antiimperialistas (Venezuela y Bolivia) y amenazar a las administraciones poco confiables (Guatemala, Paraguay, Nicaragua). Desde Colombia opera u na red de organismos de la CIA, que financia las acciones contra gobiernos, movimientos y personalidades antiimperialistas y refuerza las conspiraciones contra Cuba. Las pistas aéreas construidas en el país brindan, además, cobertura de largo alcance para ejercer un control total sobre el Amazonas.
Colombia ha sido el epicentro de todas las provocaciones imperialistas de los últimos años. Desde allí se montó la escalada bélica contra Ecuador y ya se lanzaron incontables agresiones contra Venezuela. Los gobiernos ''derechistas'' han quedado al frente de un colosal dispositivo militar, que los empuja a coquetear con guerras informales y eventualmente explícitas.
Estados Unidos militariza la región con el pretexto de enfrentar al narcotráfico. Pero al cabo de tantas patrañas, este argumento ha perdido credibilidad. Más aún, el narcotráfico no quiere ser eliminado porque es una parte fundamental del capitalismo y de la economía de los poderosos financieros, quienes blanquean el dinero proveniente del narcotráfico. Este pretexto fue enarbolado por Reagan (1986), utilizado para invadir Panamá (1989) y resucitado para introducir el Plan Colombia (2000). A esta altura, es evidente que la intervención de los gendarmes sólo conduce a periódicas mudanzas de plantaciones y centros de distribución de un país a otro.
Este reciclado obedece a la persistente demanda de drogas por parte de los compradores del Norte, especialmente en las localidades que no despenalizan el consumo. Pero el narcotráfico también persiste por los multimillonarios ingresos que genera esa actividad para una vasta red de intermediarios estadounidenses.
Las monumentales ganancias que genera el tráfico han alumbrado también enriquecidas narco-burguesías locales, que ya imponen sus propias formas de administración territorial. Un sector de origen marginal adiestra su ejército de pandillas y actúa con sostén de amplios segmentos de la burocracia y las fuerzas armadas.
México se ha convertido en el país más afectado por este proceso de descomposición político-social. Está corroído por una dinámica “afgana” de penetración de los carteles en la estructura del estado. Este avance genera incontrolables guerras entre bandas, apañadas por los funcionarios que se disputan el control del negocio.
En el último sexenio se produjeron en el país 22 mil muertos, 7009 desaparecidos y 20 mil detenidos. Los asesinatos ya incluyen a personalidades de la cúspide del estado. A diferencia de los años 70 el grueso de las víctimas no son activistas políticos, sino pobladores civiles que han quedado atrapados por el fuego de una guerra mafiosa.
La guerra encubierta ha potenciado, además, una escalada de violencia que utilizan los gobiernos para hostigar a las comunidades indígenas y perseguir a los trabajadores que resisten los planes de ajuste. Estas ofensivas incluyen fuertes embestidas contra los bastiones del sindicalismo independiente.
En este contexto la CIA ha sugerido que México podría convertirse en un estado fallido y presiona por el ingreso de un mayor número de marines. Hay 6000 soldados norteamericanos en la frontera, mientras la DEA y el FBI entrenan fuerzas especiales. La presencia norteamericana aumenta, además, en una región acosada por el contrabando de armas y la furiosa represión al ingreso de inmigrantes.
Hasta el momento nadie se atreve a enviar tropas. Esta acción podría tener consecuencias explosivas, ya que existe una trágica historia de intervenciones yanquis en México. El fuerte sentimiento nacionalista que generaron estas incursiones no ha desaparecido de la memoria del país.
La política imperial hacia América Latina incluye también el clásico expediente de la invasión, con cierta cobertura de ayuda humanitaria. Este recurso fue utilizado en Haití luego de un devastador terremoto, para justificar el masivo ingreso de los marines. Las tropas actuaron bajo la supervisión del Comando Sur y perpetraron una ocupación ensayada durante la catástrofe del Katrina. En lugar de equipos de rescate fueron enviados efectivos, que se dedicaron de inmediato a la ampliación de bases militares y al entrenamiento para el combate en Afganistán.
Las tropas yanquis consumaron una acción fulminante para asegurarse el manejo de los aeropuertos y el control de las provisiones provenientes de otros países. Bloquearon especialmente la ayuda organizada por Cuba y Venezuela y desplegaron un portaaviones para impedir la salida de refugiados hacia Miami. Para justificar las acciones policiales internas, los medios de comunicación exageraron la magnitud del desorden y los saqueos.
Estados Unidos volvió a implementar una ocupación colonial, que no contribuye a la reconstrucción de la economía haitiana. Al contrario, los muertos aumentaron con la represión de las manifestaciones de protesta contra epidemias de cólera, que muchas versiones de la población atribuyen a una contaminación producidas por los soldados ocupantes.
El golpe de estado es otro instrumento clásico de la intervención imperial que ha recobrado fuerza. La asonada de Honduras fue un típico episodio de este tipo y no habría prosperado sin el auspicio de la embajada norteamericana. Los golpistas fueron apadrinados por el Pentágono y las empresas estadounidenses, que controlan la economía del pequeño país. Cortando algunas visas y bloqueando las remesas, el Departamento de Estado habría desecho el alzamiento.
Lo ocurrido en Honduras demostró que el golpismo no es una reliquia del pasado. Constituye un recurso utilizado para frustrar cualquier cambio político objetado por los socios oligárquicos del imperialismo. Las justificaciones expuestas para consumar la asonada fueron totalmente absurdas.
La escuálida clase dominante no le perdonó al mandatario desplazado su tenue ensayo reformista de aumentos salariales, control de las importaciones y ruptura del monopolio petrolero. El afianzamiento de los golpistas dio lugar a una terrible secuencia de asesinatos de periodistas y militantes, mediante escuadrones de la muerte que operan con el amparo oficial y el silencio cómplice de la prensa internacional.
Obama dejó correr el golpe todo el tiempo requerido para asegurar su estabilización. Utilizó un doble discurso de rechazo formal y sostén práctico de los ''derechistas'' e hizo lo imposible para obligar al presidente derrocado a legitimar su propia destitución.
En Honduras se reeditó el golpismo que fracasó en Venezuela (2002) y Bolivia (2007). Pero incluyó situaciones más grotescas, como el secuestro de un presidente en piyama y la difusión de un inexistente texto de renuncia. Esta acción demostró que algunos sectores están tanteado la introducción de dictaduras de nuevo tipo en toda la región. El objetivo es imponer situaciones de hecho, una vez superada la adversa reacción diplomática internacional. Todos saben que la viabilidad de las nuevas tiranías depende de la resistencia interior.
Otro episodio de esta escala fue el intento de asonada policial que abortó en Ecuador. Existe una intensa discusión sobre el alcance efectivamente golpista de una acción que incluyó la agresión física al presidente, el levantamiento armado de muchos gendarmes y el cierre de una base aérea. Resulta difícil determinar cuáles fueron los propósitos de una conspiración tan improvisada. Pero lo importante no es dirimir en qué medida ese golpe se atuvo o no a los parámetros clásicos. Hay que registrar cómo se inscribe una política estadounidense de alinear bajo su mando al mayor número de países de la región.
La política imperial ha envalentonado a muchos ''derechistas'' latinoamericanos. En los países históricamente manejados por dictaduras vandálicas, estos sectores propician el retorno del viejo padrinazgo neo-colonial. Suelen reaccionar en forma brutal ante cualquier alteración del status quo.
Paraguay es otro ejemplo de este acoso. Un presidente que gobierna con equipos neoliberales y mantiene ejercicios militares con el Pentágono, enfureció al establishment con tibias medidas de reformas y ha sido objeto de brutales intimidaciones macartistas. Estas presiones lo empujaron a decretar el estado de excepción y a otorgar a los militares la dirección de las operaciones policiales.
En otros países el militarismo yanqui alienta a los gobernantes neoliberales a reforzar la represión. Es el caso de Brasil, Perú y últimamente Uruguay. El caso peruano es el peor de los ejemplos, dónde el mandato de Alan García ha estado signado por la represión contra protestas sociales, que dejaron 70 muertos, 600 heridos y 1300 dirigentes gremiales enjuiciados. Luego de otorgar plena cobertura a las tropas norteamericanas para operar en distintos puntos del territorio, el presidente ''derechista'' consumó una brutal agresión contra las comunidades indígenas que resisten la privatización de los bosques.
CONTRAOFENSIVA EN VARIOS FRENTES
Mediante el uso imperial de la fuerza Estados Unidos busca encarrilar una contraofensiva, para recuperar preeminencia económica, revertir el ciclo de rebeliones populares y limitar la autonomía política de varios gobiernos sudamericanos. Intenta asegurar su provisión de recursos naturales y aumentar la colocación de exportaciones en la región . El gigante del Norte necesita los mercados de su patio trasero para acompañar la devaluación del dólar, con significativos incrementos de las ventas externas.
Desde el fracaso del ALCA Estados Unidos apuesta a reforzar su presencia, mediante la suscripción de tratados bilaterales. Estos convenios garantizan una relación privilegiada de la ''primera potencia'', con todos los países que abren su economía a las importaciones del Norte.
Estados Unidos intenta especialmente reconquistar el terreno perdido a manos del capital europeo, que sin desafiar la preeminencia militar (o el liderazgo político yanqui), aumentó sus negocios en la zona. Las empresas del ''Viejo Continente'' desplazaron incluso a las compañías norteamericanas en el monto de las inversiones externas y la Unión Europea suscribió tratados de libre comercio inspirados en el ALCA y tan perjudiciales como este.
Las riquezas naturales constituyen un campo internacional de disputa, que el gigante del Norte no quiere compartir con sus rivales. La crisis financiera reciente ha sido vista incluso como una oportunidad para revertir esa influencia, reduciendo el papel de las firmas españolas que durante la oleada de privatizaciones, capturaron servicios, bancos y yacimientos.
Estados Unidos pretende también frenar la llegada de China a una zona muy alejada del radio de acción oriental. Como esa presencia representa un desafío muy serio para la hegemonía del Norte, el Departamento de Estado impulsa la ratificación de nuevos tratados comerciales, especialmente con sus socios de la costa del Pacífico. Esta estrategia de recomposición estadounidense es aceptada por México, Colombia, Perú, Chile y varios países pequeños de Centroamérica.
La contraofensiva imperial tiene un nítido componente militar. El Pentágono observa con recelo la visita de la marina rusa a Cuba y los viajes de funcionarios iraníes a Venezuela. Estas misiones son percibidas por el establishment norteamericano, como invasiones a un territorio que consideran propio.
El propósito estadounidense es retomar el control pleno de Centroamérica, afianzando la dependencia de los pequeños países. Estas naciones tienen un alto porcentual de su población en el Norte y han creado un importante circuito de sostenimiento familiar a través de las remesas. La misma prioridad tiene México, no sólo por la extensa frontera común sino también por el alto grado de integración de la economía azteca al capitalismo estadounidense.
Una meta más ambiciosa del imperialismo yanqui es contrarrestar el escenario político adverso, que se ha creado en los últimos años en Sudamérica. Como resultado de grandes conmociones políticas y sociales, gran parte de los gobiernos han tomado distancia de su vieja subordinación al Norte. Algunas administraciones son abiertamente antiimperialistas y han forjado un eje crítico en torno al ALBA. Otros gobiernos de ''centroizquierda'' (casi ''derecha'') del MERCORSUR simplemente han abierto negocios multilaterales con distintos países, profundizando la autonomía de los dictados norteamericanos.
La primera potencia utiliza la presión político-militar para acotar ese margen de independencia. La estrategia de Obama repite el multilaterialismo liberal, que utilizaron sus antecesores Roosevelt y Carter. En ambos casos reorganizaron la supremacía estadounidense sobre América Latina en circunstancias críticas (depresión del 30 y derrota de Vietnam). El intervencionismo solapado es la forma de recrear ese liderazgo hegemónico.
Este escenario refuta todas las expectativas en un aflojamiento de las presiones del Norte. No existe hasta ahora ningún indicio de ese desahogo y tampoco de la publicitada tesis de la indiferencia yanqui hacia América Latina. La región persiste como plataforma central del imperialismo.
LOS CAMBIOS EN ÁFRICA
El continente africano es el tercer escenario de gran intervención imperial. A diferencia de Medio Oriente y América Latina, esta región constituyó durante mucho tiempo un área de dominación de las potencias europeas. Pero en las últimas dos décadas, África no sólo perdió su condición de colonia del ''Viejo Continente''. Tampoco perdura como un área sometida al control de sus antiguos mandantes.
Durante el proceso de descolonización, Portugal, España y Bélgica resignaron por completo su preeminencia en ciertas regiones. Pero la gravitación de Francia y Gran Bretaña también decreció, a pesar de la enorme incidencia económica, política y cultural de estas dos viejas potencias sobre sus ex territorios.
Este retroceso continuó posteriormente y fue paralelo a la crisis descomunal que padeció el continente más empobrecido del planeta. El neoliberalismo generó un desmoronamiento agrícola y productivo brutal en todos los países africanos, que incluyó picos de hambruna y formas extremas de desintegración social. En este escenario de tragedia popular se perpetró el cambio de posiciones a favor de nuevos capitalistas.
Las compañías que tradicionalmente actuaron bajo el padrinazgo británico y francés, ya no cuentan con el mismo sostén militar. Primero se redujo el número de efectivos y desde 1998 los antiguos rivales comenzaron a operar más concertadamente, bajo el paraguas militar de la OTAN. Aunque siguen liderando la venta de armamentos a sus viejos clientes coloniales, Gran Bretaña recortó la estructura del antiguo Commonwealth y Francia comenzó el abandono de sus bases, en los lugares emblemáticos del antiguo imperio (como Senegal).
Este vacío ha sido ocupado de manera creciente por las tropas norteamericanas, que mantienen convenios de acción conjunta con 22 países. El Pentágono manejaba a mitad del siglo XX cierta presencia militar, pero habitualmente actuaba a través de sus aliados en la Guerra Fría.
En los últimos años sustituyó esa acción lateral por intervenciones más abiertas. En el 2007 formó el comando AFRICOM, que todavía no consiguió una sede local en el continente, pero ya realiza todo tipo de operaciones. La incursión en Somalia (1992-93) constituyó un ensayo general de invasiones norteamericanas al corazón de África.
El objetivo de estas agresiones es favorecer la presencia de las compañías norteamericanas en el saqueo de los recursos naturales. Existe una indudable correlación entre ambos procesos. Los marines brindan sostén a todas las firmas, que actúan en un entorno particularmente inseguro. La presencia de tropas es la principal garantía que tienen estas empresas para manejar sus inversiones de gas, petróleo y minerales. Las corporaciones norteamericanas están particularmente interesadas en los nuevos pozos petrolíferos que se han descubierto en el continente. Este rubro ya aporta el 92% de las importaciones africanas a Estados Unidos (2008).
Toda la región de África Sub-sahariana se ha convertido, nuevamente, en un escenario de disputas por el control de las materias primas. En este plano se repite una secuencia secular de trágicas competencias entre compañías extranjeras por la depredación de las riquezas naturales. Muchos países del continente han conmemorado el cincuenta aniversario de su independencia, afrontando este duro contexto. Los intentos de reconversión agrícola y modernización industrial han fallado sucesivamente, recreando la vieja inserción de la zona como exportadora de materias primas.
África es la región comercial más abierta de todo el planeta, puesto que desenvuelve internamente sólo el 15% de sus intercambios. La apertura internacional presenta todos los rasgos de un sometimiento primarizado. El ajuste neoliberal (1980-2000) acentuó este perfil, al introducir formas de recolonización que redujeron el margen de autonomía conquistado por movimientos nacionalistas durante la descolonización.
Muchas zonas del continente son escenario de guerras clásicas de rapiña. La tragedia más conocida es el genocidio que desgarró a los Tutsi y Hutus. Pero esta situación se repite en incontables localidades. En el Congo se libraron, por ejemplo, dos conflagraciones (1996-97 y 1998), que dejaron tres millones de muertos, un millón de desplazados y a toda la población sin agua, ni electricidad. Los grupos armados se disputan actualmente el botín, privilegiando la captura de importantes minerales (especialmente el Coltan) para la fabricación de celulares, bombas, laptops, Televisores LCD, etc.
En estas masacres intervienen numerosas estructuras de mercenarios y ejércitos privados. Cada milicia africana opera al servicio de algún proveedor. Pero a escala continental, Estados Unidos hace valer el liderazgo de la OTAN para a subordinar a sus viejos competidores europeos.
Los problemas que afronta la primera potencia despuntan por otro flanco. China comenzó hace pocos años un desembarco en África, que está alcanzando enormes proporciones. Su comercio con ese continente se multiplicó por diez, en tan sólo una década y ya alcanzó el status de tercer socio comercial de la región.
A diferencia de las viejas potencias europeas, China otorga créditos y realiza inversiones sin pasar por los organismos financieros. Busca el mismo aprovisionamiento de petróleo y minerales que sus competidores, pero evita el endeudamiento excesivo de sus clientes y asegura una mayor contrapartida de construcciones e infraestructura, a cambio de las materias primas.
Los enormes cuestionamientos que ha desatado esta penetración combinan objeciones genuinas (a un nuevo intento colonizador), con críticas hipócritas de las potencias occidentales (que han sido desplazadas de negocios muy lucrativos). En la disputa por los mismos recursos también se verifica la novedosa expansión de Sudáfrica, que aumenta sus inversiones en el continente a una tasa superior al resto de los países.
Al cabo de varias décadas de independencia se ha formado también una burguesía africana con recursos propios. Este segmento negocia con más fuerza su participación en el negocio de los bienes explotados y aprovecha las ambiciones de todas las potencias extranjeras, para lograr un aumento de la tajada en juego.
Pero estas pujas formas parte de las nuevas tensiones que sacuden a una región que se ha transformado en escenario de disputas por el control de las materias primas. África comparte con América Latina y Medio Oriente el dramático privilegio de constituir una zona estratégica para las grandes potencias. En estas tres áreas se consuman las agresiones y despojos más virulentos del imperialismo contemporáneo. El significado de este proceso motiva intensa discusión teórica.
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