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miércoles, 22 de junio de 2011

Discriminación y razias en Uruguay



Nuestra sociedad está enferma. Los EEUU dicen que están siendo atacados, invadidos. La defensa de sus intereses equivale a poder invadir cualquier rincón del mundo. La seguridad nacional es prioridad. El terrorismo es el principal enemigo. La psicosis se impone y entonces hay que invertir en gastos militares y todo se justifica en aras de la protección de los intereses de la sociedad estadounidense.  

Aquí, en Uruguay, no estamos tan lejos. El síndrome de la inseguridad gana terreno. Los malos son ''los menores infractores”. Así se los denomina como si fueran así. No cometen infracciones o están en infracción. No. “Son infractores”, es decir,  ser menor o joven o pobre o mulato o habitante de zonas rojas, ya de por sí determina que “sean” infractores (viejo problema entre los verbos “Ser” y “Estar” que ¡oh sorpresa!, en inglés son el mismo verbo).   

Nadie los incorpora a la inseguridad. Ellos, los chicos malos, no están en la inseguridad. En la inseguridad estamos nosotros, los buenos, los que estamos expuestos a ser atacados, robados, rapiñados, asesinados. Ellos, los malos, no. No están expuestos a nada. Ni al hambre, ni a la soledad, ni al rechazo, ni a la desintegración, ni a la violación, ni al golpe, ni al desmadre y al despadre, ni a la incertidumbre, ni a la droga, ni al ninguneo. Ellos, los chicos malos, están seguros en algún lugar del cosmos. Nosotros somos los pobres inseguros. Por eso nos tenemos que defender y se impone rebajarles la edad para imputarlos, penalizarlos, castigarlos. ¿A qué edad? No importa. Primero a 16 años, luego a 14, después a 12 y tal vez algún día a cualquier edad porque la escalerita descendente sigue hasta aplastarlos como cucarachas.  

Esta es la lógica de gente como Pedro Bordaberry (Partido Colorado), la cual se hace extensiva a la mayoría de los políticos (y la sociedad uruguaya), que cree que se nace ladrón o asesino o drogadicto y esquiva el bulto. Él no es responsable de nada. Él es la pobre víctima expuesta a las inmundicias de estos menores infractores. Junta firmas para bajar la edad y procesar a un chiquilín de dieciséis años como a cualquier adulto. La frontera hoy es esa. Mañana pueda ser cualquier otra. No junta firmas para más recursos para el INAU y más Educadores Sociales y más formación al personal de ese instituto y más profesionales de multidisciplinas. No junta firmas para cerrar las fronteras externas e internas a todo tipo de droga, incrementando recursos y creando una policía especializada para arrancarles la cabeza a los peces gordos. No junta firmas para terminar con las armas que se pueden comprar por ahí nomás, en cualquier feria. No junta firmas para más educación a esos jóvenes expuestos, vulnerables, víctimas de una sociedad que les revienta la vida. No junta firmas para sacarlos de sus ambientes perniciosos y darles trabajo, educación, otro horizonte

Hay que hacer cosas. Sí, claro, pero no es juntar firmas para reprimir. Su lógica es: más represión, más tensión social, más violencia. Nuestra lógica es: más atención, más oportunidades, más perspectivas de cambio.  

Nadie nace infractor. Quizá el mismo Pedro no estaría haciendo lo que hace si hubiera nacido en otro entorno. Si hubiera nacido en un hogar de docentes o dentistas, que ayudan a formar y a sanar, en lugar de pedir más represión, estaría firmando una nota como esta.

Razias policiales en Montevideo

Los “operativos de saturación” instrumentados por el Ministerio del Interior en los barrios Chacarita de los Padres, Cruz de Carrasco y Malvín Norte, pueden ser una buena ocasión para debatir, con la serenidad que requiere la gravedad de la situación, pero también con una mirada de tiempo largo, cómo encarar problemas que nos acompañan desde hace décadas y que no se van a resolver de un plumazo.

“Bajo su gobierno hubo razias”, espetó Tabaré Vázquez a Julio María Sanguinetti en el ''célebre'' debate televisado de la campaña electoral de 1994. Fue un golpe al mentón que desconcertó al candidato colorado. Vázquez se refería a las acciones represivas contra jóvenes durante su primer gobierno, en el quinquenio posterior a la dictadura. Eran otros años. Al gobierno autoritario (el de Vázquez también lo fue) de Sanguinetti le sucedió el neoliberal de Luis Alberto Lacalle, que amagó privatizaciones y, ese mismo año, descerrajó la represión del 24 de agosto de 1994 en los alrededores del Hospital Filtro, con el saldo de un muerto, decenas de heridos (algunos graves) y cientos de apaleados. Para la ''izquierda'' eran tiempos en los que las culpas de todos los males de la sociedad, se atribuían sistemáticamente a la ''derecha''.

La principal consecuencia de la oleada de razias de fines de los 80 fue conseguir que se pusiera en pie un potente movimiento juvenil, que protagonizó masivas movilizaciones que llevaron al Poder Ejecutivo a poner fin a ese tipo de procedimientos. En suma, lo opuesto a lo que se buscaba. La cuestión merecería ser tenida en cuenta ya que dos décadas más tarde, y con una realidad política y social completamente diferente, los “operativos de saturación” buscan resolver problemas sociales igualmente candentes. Aunque los objetivos son también muy distintos, el hecho de colocar el despliegue policial en lugar destacado tiene más de un punto en común con aquella situación. Las razias buscaban posicionar el ''orden público'' ante la emergencia de una potente cultura juvenil que, en opinión de aquellas autoridades, lo desafiaba. La ''seguridad ciudadana'' pretende devolver a la población la tranquilidad que cree haber perdido por la expansión de la ''delincuencia''.

Pero en estas dos décadas hubo un cambio fundamental, que revela los caminos que estamos recorriendo como sociedad: el foco de la represión se trasladó de los jóvenes liceales, culturalmente alternativos, políticamente contestatarios y de clases medias, a otros jóvenes, desertores del liceo, sin trabajo ni oficio, ''pobres'' o, según la jerga al uso, ''marginales''. Si los Colorados criminalizaron la disidencia, llamándole comunismo, las autoridades frenteamplistas la emprenden contra una parte de los ''pobres'', llamándoles ''delincuentes''. La propiedad pasa a ocupar el lugar del orden en la jerarquía de valores de la población, cambio cultural que precede y determina los nuevos modelos represivos.

¿Los cambios de actitud pueden ser atribuidos sólo al hecho de que la izquierda se haya convertido en gobierno? ¿Qué llevó a los compañeros del Chueco Maciel a invadir los barrios donde viven los chuecos de hoy? ¿Acaso el Chueco no era delincuente? De algún modo, el sanguinettismo representa el pasado. Los que ordenan los operativos de saturación, la modernidad. Están a tono con las nuevas y más modernas teorías y dispositivos de control social que lubrican la gobernabilidad en tiempos de extractivismo, ese modelo de acumulación bajo el cual los jóvenes pueden aspirar a ganar 5.000 pesos mensuales trabajando los fines de semana. Ese es, por otro lado, el límite del ''ascenso social'', o más bien dicho económico, posible cuando se renuncia a repartir riqueza y el combate a la pobreza camufla el abandono del combate a la desigualdad.

Acción Intagral

“Simultáneamente a la profundización del proceso de fortalecimiento y legitimidad de la Fuerza Pública, es preciso desarrollar herramientas y mecanismos que le permitan al Estado hacer uso combinado e integral de su fuerza legítima y de la acción social, en su objetivo de ir consolidando, progresivamente, el control del territorio nacional”. Lo anterior no es una declaración del ministro del Interior, ni de ningún funcionario del gobierno, que declaran la voluntad de  “reinstalar el Estado en los lugares donde se había perdido el control de territorio”. Es, nada más ni nada menos que, el primer párrafo del Anexo 2 (Elementos de la Doctrina de Acción Integral) de la segunda fase del Plan Colombia, denominada “Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social (2007-2013)”, aprobada bajo el segundo gobierno de Alvaro Uribe.

Colombia es un país en guerra desde hace seis largas décadas. En base a los tratados teóricos del Pentágono sobre la guerra actual, escritos luego de sonados fracasos en las periferias urbanas de Bagdad, el Plan Colombia concluye que no se ganan guerras con armas sino con la combinación de armas y políticas ''sociales''. Dejemos hablar al  Military Review, órgano de los uniformados estadounidenses, que inspiran las políticas en las periferias urbanas del mundo: “La conducción de la guerra en la forma que estamos acostumbrados, ha cambiado. La progresión demográfica en las grandes áreas urbanas junto con la inhabilidad del gobierno local de mantenerse al paso con los servicios básicos crean las condiciones para que los ideólogos fundamentalistas saquen provecho de los elementos marginados de la población”, escribe el general Peter Chiarelli, ex comandante militar de Bagdad (Military Review, noviembre-diciembre de 2005).

Las armas sirven para “despejar” el terreno, las políticas ''sociales'' para “consolidar” la presencia del Estado. Por eso el Plan Colombia establece:  “Habrá una priorización de zonas donde el grado de control territorial por parte de la Fuerza Pública permita el desarrollo de las labores de los componentes de la acción social del Estado”. Por eso apunta que  “existe total interdependencia entre todas las acciones militares y sociales”  y que  “el fracaso de una impide el éxito de las demás”. En ambos escenarios hay un enemigo a batir, que en realidad no interesa eliminar realmente, simplemente controlar: la guerrilla comunista, o  narcoguerrilla, en Colombia

Los uruguayos no nos reconoceríamos, empero, como habitantes de un país en guerra. Quizá por eso los ''operativos de saturación'' han provocado molestias en buena parte de la sociedad. La intuición de que los ''operativos de saturación'' son primos hermanos de esa doctrina de acción integral que identifica un enemigo y moviliza el aparato estatal para derrotarlo, puede estar en la base de rechazos que atraviesan a la sociedad uruguaya desconforme con dichos operativos y que no quieren (no queremos) recorrer un camino que inevitablemente lleva a la criminalización de la ''pobreza'', lo cual se ha conseguido en la mayoría de la mal conceptualizada ''opinión pública''. Porque esa es la idea que trasmite el ministerio del Interior cuando su titular afirma:  “Hay que pegar desde donde se está pegando”, para justificar invasiones armadas de espacios urbanos con despliegues que parecen desembarcos militares. El cínico ministro parece no darse cuenta que el que pegó primero fue el gobierno, no solo el actual, sino los anteriores también, con la sucesiva exclusión de una gran parte de la población uruguaya

Guetos y ''limpieza social''

La mirada y el análisis sobre el barrio popular (despectivamente llamados ''cantegriles'' y ocultados y naturalizados con el nombre de ''asentamientos'') han ido cambiando en los últimos cuarenta años. También aquí copiamos. Incluyendo la teoría social. En los años 60 los guetos de afrodescendientes de las ciudades estadounidenses protagonizaron sonados levantamientos azuzados por líderes como Martin Luther King, hoy venerado hasta por George W. Bush, y otros como Malcolm X y Stokely Carmichael, ambos partidarios de lo que Cuadernos de Marcha  denominó “Poder Negro”. Tres décadas después de aquellos “disturbios raciales”, como los llamaron los poderes mediáticos, los guetos negros vuelven a ser noticia, pero ahora por el  “delito de negros contra negros, el rechazo masivo de la escuela, el tráfico de drogas y la decadencia social interna”, según describe el sociólogo Loic Wacquant, apelando al concepto de  “disturbio lento''. 

¿Qué ha sucedido para que aquellos barrios de dignidad se hayan convertido  en “una amenazante hidra urbana personificada por el pandillero desafiante y agresivo y la madre adolescente de la seguridad social”? La descripción del sociólogo tiene extraña similitud con nuestra realidad:  “El gueto comunitario de la inmediata posguerra, compacto, marcadamente delimitado y con todo un complemento de clases negras enlazadas por una conciencia colectiva unitaria, una división social del trabajo casi completa y organismos comunales de movilización y representación de amplia base, ha sido reemplazado por lo que podemos llamar el hipergueto de los ochenta y los noventa”.

Ese cambio se ha producido en todo el mundo. Antes, “la pobreza era en gran medida residual y cíclica, estaba fijada en comunidades de clase obrera, era geográficamente difusa y se la consideraba remediable mediante una mayor expansión del mercado”, dice Wacquant, en una descripción en la que podemos identificar al Montevideo obrero de los sesenta. Ahora, insiste, la ''pobreza''  “está desconectada de las tendencias macroeconómicas y establecida en barrios relegados de mala fama en los que el aislamiento y la alienación sociales se alimentan uno al otro, a medida que se profundiza el abismo entre las personas allí confinadas y el resto de la sociedad”  .

Uno de los aspectos más destacados del análisis de Wacquant, es que consigue demostrar que la ''pobreza'' actual se ha desacoplado de los fluctuaciones cíclicas de la economía y que la relación salarial ha mutado de tal modo que  “el trabajo asalariado se ha convertido en fuente de fragmentación y precariedad sociales más que de homogeneidad, solidaridad y seguridad para aquellos que se hallan confinados en las zonas fronterizas o inferiores de la esfera del empleo” .

Se trata de cambios estructurales intrínsecos al capitalismo desregulado pos años setenta que desembocó en la globalización. Por abajo, ese viraje significo “un verdadero desastre colectivo”, según Pierre Bourdieu, en el cual millones de obreros fabriles fueron desalojados de sus trabajos, sustituidos por máquinas o robots, condenados a la desocupación y, en el mejor de los casos, reciclados como trabajadores informales con contratos precarios y salarios cercanos al mínimo. Por eso, porque los “barrios bajos de la esperanza” se convirtieron en “suburbios de la desesperación”, la jerga militar apunta a las periferias urbanas como  “el centro de gravedad estratégico y operacional”, según la misma  Military Review  (mayo-junio 2007, p. 41). Una estrategia que funciona del mismo modo en Rio de Janeiro que en Puerto Príncipe, en Buenos Aires y en Montevideo, salvando pequeñas diferencias geográficas y sociales.

Se suelen asociar los barrios más ''pobres'' a una suerte de jungla donde las leyes establecidas no funcionan y las instituciones están más o menos ausentes (por no decir del todo). Una descripción adecuada que tiene la ventaja de la sencillez. En Montevideo esa ''jungla'' está siendo parasitada, entre otros, por grupos que necesitan moverse en la ''ilegalidad'' para hacer sus negocios y una variada gama de oportunistas que tienen las mismas prácticas. Pero los ''parásitos'' no se eliminan mediante la militarización de la jungla, paradigma de la complejidad social o natural. Como enseña la historia de las razias de Sanguinetti, acciones apresuradas pueden volverse en contra de quien las implemente, aunque enarbole las mejores intenciones. ''Buenas intenciones'' que no son tales, ya que no hay preocupación por el problema real: exclusión social.  

¿Hacia un estado penal?  

Las biografías de algunos de los más ''destacados'' dirigentes sindicales de este país, Héctor Rodríguez y José D´Elía, por ejemplo, muestran el camino recorrido por miles de familias que emigraron desde ciudades y pueblos del Interior para comenzar una nueva vida en la capital, cuando despuntaba la industria de sustitución de importaciones. Los 500 “pueblos de ratas” se fueron vaciando, imantadas sus gentes por la promesa del ''ascenso social'' seguro. Los hombres comenzaban el empedrado camino del ''progreso'' material en la construcción y las mujeres en los servicios personales para ir afianzando un oficio que los elevaba de peones a obreros calificados. A la vuelta de los años la vivienda propia coronaba una vida de esfuerzos y los hijos podían aspirar a mejorar la performance de sus padres ingresando a la universidad.

Cuando el ''ascenso social'' quedó truncado por el advenimiento de un modelo económico que genera fragmentación y exclusión, la sociedad y al ciudad vivieron sendos terremotos: la migración interna en Montevideo, en las décadas de 1980 y 1990, vació los barrios del centro cuya población se fue a la periferia que albergó el 94 por ciento del crecimiento poblacional en los 30 años posteriores al Censo de 1963. Los ''asentamientos'' o guetos ''a la uruguaya'', son apenas un emergente de un proceso mucho más denso e intenso de la mayor migración interna que conoció el país, que los censos posteriores confirmaron. En tres décadas una parte de los uruguayos perdieron lo que habían conseguido en otras tres décadas de duro esfuerzo. Tres generaciones ven cómo sus historias de vida empeoran la de sus padres, invirtiendo una tendencia que parecía consolidada en el imaginario nacional.


Los fines políticos



“Las pocas nueces que pueden hallarse son político-electorales, partidarias, y no intentos sustantivos de enfrentamiento técnicamente serio de un problema sentido. Fue más que nada un operativo político para que la opinión pública crea que se está haciendo algo radical con respecto al problema del delito. Es copiado, aunque a escala menor, de los operativos en las favelas brasileñas, justificados por la necesidad de limpiar la imagen de Río de Janeiro para el Mundial de fútbol en 2014 y para los Juegos Olímpicos del 2016. Ya lo habían hecho para los Juegos Panamericanos de 1997. Grandes fuegos artificiales”, dijo el sociólogo Rafael Bayce.


Bayce agregó que las medidas planteadas por la oposición y por la opinión pública, como dureza policial, rigor legislativo, exigencia judicial, rebaja de edad de imputabilidad penal “no funcionaron nunca en ninguna parte del mundo, ni acá tampoco”: “No tienen nada de nuevo y son absolutamente inútiles y viejas. En momentos en que la oposición política y la prensa desatan esa gran ofensiva retórica sobre el problema seguridad, el gobierno responde con un operativo que también tiene finalidad política y que soluciona tan poco como las medidas pedidas por la oposición. La preocupación política no es tanto solucionar sustantivamente los problemas, sino hacer creer – o parecer- que soluciona, de manera que la gente vote a los que están haciendo creer que la solucionan, en el caso del gobierno, o que los solucionarían ellos –en el caso de la oposición-. Ambos son prestidigitadores, encendedores de luces de bengala, haciendo ruido a falta de nueces. Es un juego de cañitas voladoras, de los dos lados. El regreso de los Reyes Magos. Y la gente, ni ilustrada ni valiente, como la quería Artigas, ni con viveza criolla, como cree ser, se come las pastillas, casi todas. Y así sigue una guerra de ruidos y fuegos artificiales, sin fuego atrás, con relumbrones para que la gente crea que el gobierno soluciona, y que la oposición también propone soluciones”, sentenció.


Por otra parte, Bayce reconoció “cierta utilidad” de los movimientos realizados por el ministro Bonomi a fin de “impedir que algunos lugares de la ciudad sean tomados como fortalezas inexpugnables por algunos grupos delictivos. El propio ministro priorizó este objetivo como justificativo de los operativos. En este caso, la utilidad, más allá de lo retórico político-electoral, debería surgir de la mantención de la presencia preventiva, disuasiva, del Estado en zonas cuestionadas respecto de su dominio real en ellas, más que de la mera intervención puntual con tan pocos resultados tangibles en lo delictivo”. Sin embargo, advirtió que esta finalidad supone que las organizaciones delictivas y la represión estatal están en bandos absolutamente distintos, sin elementos en común. “Y el peor problema puede ser que no sea así”.


El sociólogo señaló que existe una “enorme cantidad de pruebas y trabajo de investigación académica a cargo de estudiosos que además han tenido cargos importantes en las estructuras de Justicia y de Seguridad” que muestren que el crimen organizado tiene ramificaciones en el aparato del Estado en muchos lugares del mundo. Ese juego que teníamos cuando niños de jugar a ''ladrón y policía'' como si fueran absolutamente contrarios no es real en casi ninguna parte del mundo y Uruguay no es la excepción. La bibliografía es inmensa y actual.  

¿Y ahora?  

Las políticas sociales desde que el gobierno de ''izquierda'' está en el poder, nos dicen ''oficialmente'', que ha estado dentro de un ciclo de alza de la economía que a su vez redujo las tasas de desempleo, la pobreza, la informalidad y se constata un aumento importante del salario mínimo. Bajo esta bandera de ''progreso'',  la desigualdad no ha cedido, por el contrario, la brecha entre ''ricos'' y ''pobres'' se ha hecho más amplia. Peor aún, las políticas sociales han tenido un efecto conservador sobre el cuerpo social y han disparado actitudes de intolerancia por un lado y de mantenimiento de la ''pobreza'' por otro. La propuesta de  “prohibir la mendicidad”, elevada por el sociólogo Gustavo Leal, con el argumento de que  “hoy  hay alternativas”, está admitiendo implícitamente que las políticas sociales tienen límites que sólo la mano dura puede resolver (?). Dicho de otro modo: quien no se conforme con las políticas sociales, deberá vérselas con el aparato represivo del Estado, devenido ahora en “Estado penal”. Y cómo conformarse con esas políticas sociales que lo único que consiguen es empeorar la situación de gran parte de la población?

En este punto, dos confusiones parecen nublar la vista. Se confunde, por un lago, el hecho de que una parte de la población pueda comer todos los días (hay una buena porción que no lo hace) con que haya salido de la ''pobreza''. Con salarios de 5.000 pesos nadie puede estar conforme, sobre todo porque muchas familias tienen buena parte de sus miembros, si no todos, con salarios sumergidos. ''Comen'', tienen un ''techo'', valga la mención indigno, y nada más. No tienen la menor esperanza de ascender económicamente, porque el modelo económico que existe en el mundo funciona de ese modo. No es este un problema uruguayo, sino que se trata de un problema a nivel global, provocado por los poderosos financieros y los irresponsables gobernantes.

La segunda confusión deriva de hacerse cargo de las propuestas que se hacen. ¿Qué tipo de Estado es aquel que pueda prohibir la mendicidad? No puede ser otro que un Estado autoritario con elecciones cada cinco años. Pero eso no sería lo más alarmante. El mercado ha generado una fractura social que va mucho más allá del empobrecimiento, que en la década de 1990 se denominó como una sociedad a “dos velocidades”. El Estado ''progresista'', en primer lugar si existiera y en segundo, si insistiera en actuar en los territorios más ''pobres'' con criterios diferentes a como lo hace en el resto de la ciudad, estaría congelando esa doble velocidad, admitiendo que una parte de la población se ha vuelto tan superflua para el capital como molesta para la sociedad “decente”.

Sería tanto como aplicar un “estado de excepción permanente” a una parte de los uruguayos. O un modo de congelar problemas que las más de las veces no tienen solución en el corto plazo. La lógica de “despejar” el territorio de delincuentes para que luego llegue el Estado con sus ''servicios sociales'', no puede obviar que el modelo económico actualmente existente genera la exclusión que las políticas sociales intentan contener. Pensar que los guetos de ''pobreza'' son apenas herencia del pasado y que no los estamos reproduciendo, con un modelo que conjuga economía extractiva y cultura del consumo, sería tanto como pretender que con la sola aplicación de las políticas en curso las soluciones vendrán solas. Porque lo que están revelando los ''operativos de saturación'' y la inquietud que expresa el sociólogo Leal, son precisamente los límites de las políticas sociales para resolver problemas que ellas solas no pueden resolver. Ante esos límites, el ademán autoritario suena a desesperación que es siempre una mala consejera.

El filósofo italiano Giorgio Agamben, quien dedicó una parte sustancial de su trabajo a reflexionar sobre las consecuencias del campo de concentración para las democracias modernas, sostiene que esa experiencia traumática es, sin embargo, una metáfora de la sociedad de posguerra. En su libro Estado de Excepción, Agamben sostiene que el totalitarismo puede ser definido como la instauración, a través del estado de excepción, de una “guerra civil legal” (legalizada sería más correcto decir), que permite la eliminación  “de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”. El problema es que no es que ''no pueden integrarse'', sino que no los quieren integrar, ni los gobernantes ni buena parte de la sociedad

Bajo las excusas de ''delincuencia'', ''seguridad'' y ''orden social'', lo que está ocurriendo en nuestro país, no puede llamarse de otra manera que razias, con claro tinte discriminatorio y de ''limpieza social'', contra las personas que padecen la exclusión social y económica (por parte del sistema, el gobierno y una parte de la sociedad, quienes ''pegaron primero''), buscando profundizar las desgracias que padecen, manteniéndolas así, en los guetos (''asentamientos'') y el empobrecimiento en que viven hace ya varias generaciones.   

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