Túnez y Egipto han protagonizado durante los últimos meses, y que aún continúa, la que ha sido denominada como “primavera árabe”, una revolución popular que ha derrocado a dos de los regímenes más crueles del norte de África: los de Ben Ali y Hosni Mubarak. Lo que ya dijera Al-Yashira sobre la revolución tunecina: “Eso ya no interesa, ahora es problema de los tunecinos”; al terminar la violencia en las calles es muestra de cómo los grandes medios de comunicación han dejado de prestar atención a unos países en los que, sin muertos ni tiros, ya no hay espectáculo informativo que vender.
Sin embargo, los grandes eventos políticos han obligado a los medios a volver a utilizar el nombre de estos dos países. El G8, en su reunión del pasado 27 de mayo, incluyó a Túnez y a Egipto en el orden del día para evaluar la situación después de los cambios políticos que se han venido produciendo. Tras la sesión, el G8 decidió otorgar ''ayudas'' a ambos países por un valor de 40.000 millones de dólares, con el objetivo de “impulsar la democracia”.
Los regímenes corruptos de Mubarak y Ben Alí han dejado muy tocada la economía de Egipto y Túnez, por lo que los dos países se han visto obligados a hacer frente a grandes deudas en un plazo muy corto de tiempo, además de acondicionar su estructura estatal para poder seguir adelante con el proceso de cambio. Túnez ha reconocido que precisa de 25.000 millones de dólares en los próximos cinco años y Egipto, por su parte, necesita 14.000 millones hasta finales de 2012.
Además de la remodelación institucional y estructural a la que ambos países deben hacer frente, Túnez arrastra una deuda externa de casi 19.000 millones de dólares y la de Egipto supera los 30.000 millones. Una gran parte de la ayuda internacional irá a parar a las arcas de las empresas extranjeras con las que los antiguos dictadores hacían negocios, que en el caso de Egipto: empresas francesas (17.573 millones), británicas (10.655 millones), italianas (6.293 millones), estadounidenses (5.350 millones) y alemanas (2.478 millones), según el informe trimestral de diciembre de 2010 del Banco Internacional de Pagos.
De este modo, la mayor parte de la deuda externa pertenece a países pertenecientes al G8, por lo que resulta un negocio redondo: primero permites endeudarse a esos países vendiéndoles armamento y crédito y luego renegocias su deuda en beneficio de tus empresas. No obstante, la deuda contraída tanto por Túnez como por Egipto es ilegítima odiosa, tal como la concibió Alexander Zack hace casi un siglo. En primer lugar porque los ciudadanos nunca tuvieron conocimiento de la percepción de esos créditos; además esa deuda no se utilizó para beneficiar al pueblo; en tercer lugar, y lo más grave de todo, es que los prestamistas sabían perfectamente a quién estaban dejando el dinero. Por otro lado, ambos regímenes eran totalmente totalitarios e ilegítimos.
Al acabar la Guerra de Irak, el gobierno estadounidense apeló a este término para cancelar la deuda externa del país del Golfo Pérsico, con el objetivo de que su posición preponderante desviase los recursos iraquíes hacia las empresas extranjeras, dejando a los prestamistas europeos sin su dinero. En ese momento, ante la presión de EE.UU, el G8 decidió condonar la deuda en un 80%, pero exigió al gobierno estadounidense que no utilizara ese concepto porque podría ser gravemente perjudicial para sus socios, ya que países como El Congo, Guinea Ecuatorial, El Salvador y otros, podrían haber utilizado la jurisprudencia para librarse de su deuda externa.
Nuestra sociedad está ligada fuertemente a la economía, pero esta no es democrática. ¿Podemos decir entonces que vivimos en una Democracia? ¿Cuándo los estados en el mundo se someterán a una auditoría pública e independiente? Ni el corruptómetro parece mover la voluntad política.
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