La primera década del siglo XXI generó un boom de la economía latinoamericana, basado en parte en la alta demanda y precios de las commodities. ¿Qué peligros sociales y ambientales tiene el esquema basado en las exportaciones agro-mineras? ¿Es posible otra utilización de los bienes comunes de la naturaleza? Los dilemas de la región.
América Latina, en los últimos años, tuvo un crecimiento económico sorprendente, sostenido por la alta demanda y precios de la soja, petróleo y bienes minerales. En la última década, proliferó el modelo extractivista, que se basa en la apropiación de cuantiosos volúmenes de bienes naturales, generalmente bajo prácticas intensivas, que en su mayor parte se exportan como materias primas (minería, agricultura, actividad forestal e hidrocarburífera).
Los países de la región están recreando, en un nuevo contexto mundial, un modelo agro-minero exportador. Este avance del extractivismo produce consecuencias negativas, debido al uso generalizado de agrotóxicos, desmontes, desalojos de comunidades rurales, contaminación, concentración de tierras y represión contra quienes resisten esas políticas. Las principales beneficiadas son las grandes corporaciones, en detrimento de los pueblos originarios, los campesinos, los pequeños productores y la población en general, que sufre y sufrirá los nefastos efectos ecológicos. Pero también le sacaron provecho, indirectamente, los Estados latinoamericanos, que captan una parte (minúscula generalmente) de esas rentas, pudiendo equilibrar sus cuentas fiscales y, en algunos casos, ampliando el gasto social. Esto último plantea un dilema fundamental para algunos gobiernos de la región.
Esta inserción económica internacional latinoamericana de los primeros años del siglo XXI (que permitió lograr balanzas comerciales positivas y superavit fiscal) se dio en un contexto mundial de aumento de la demanda de bienes comunes de la naturaleza, especialmente por haberse transformado China en una importadora creciente de materias primas.
No es casual que África y América Latina se hayan transformado en dos áreas fundamentales de disputa entre las históricas potencias imperiales y China, succionadora de bienes minerales y agropecuarios en estos dos continentes. La necesidad de alimentar a millones de personas que se incorporan cada año como consumidores al sistema capitalista y el creciente consumo energético de bienes hidrocarburíferos y minerales no renovables impulsó en la última década un aumento inédito de los precios y demanda de los mismos, impactando en la inserción económica internacional de los países latinoamericanos. Parece haber un ciclo en el que se invirtió la histórica tendencia al “deterioro de los términos de intercambio”.
Esta orientación (el denominado “consenso de las commodities”) no se circunscribe a los gobiernos neoliberales de la región, ni a los países tradicionalmente mineros (Chile, Perú, Bolivia). Brasil, por ejemplo, es hoy el principal productor y exportador de bienes minerales. Según el especialista Eduardo Gudynas, en ese país se extrajeron 410 millones de toneladas de sus principales minerales en 2011. El resto de los países sudamericanos, en total, sumaron 147 millones de toneladas. En el caso de Argentina, según el periodista Darío Aranda, el monocultivo de soja pasó en la última década de 12 a casi 20 millones de hectáreas (del 38% al 56% de la superficie cultivada). En el caso de la minería, hace 10 años había 40 proyectos y hoy existen 600. Corporaciones transnacionales, con la Barrick Gold a la cabeza, hacen grandes negocios en el país.
Además de haberse demostrado que la idea del “desacople” (la ilusión de que América Latina podía evitar las consecuencias de la crisis económica global) era errada, el modelo extractivista plantea un debate importantísimo: ¿Es sostenible desde el punto de vista social este modelo agro-minero exportador? ¿Y desde el punto de vista ambiental?
Para algunos, el tema ambiental es secundario, y la especialización en la producción y exportaciones de commodities es lo que permitió a los gobiernos ''progresistas'' de la región recuperar la influencia del Estado y ampliar las políticas sociales. Entre quienes sí advierten sobre las consecuencias nefastas, existen dos grandes grupos. El primero, integrado por los activistas que apuestan a un capitalismo verde, es decir plantean que es necesario incrementar las regulaciones y controles en función de un modelo extractivo sustentable. El segundo, compuesto por quienes advierten que la destrucción (consumo sin reposición) exponencial de minerales y bienes agropecuarios llevará en pocas décadas a una crisis sistémica y civilizatoria. La salida, esgrimen, tiene que ver con el ecosocialismo, es decir con una perspectiva que denuncie el carácter irreconciliable del capitalismo con la preservación de un equilibrio ecológico. Sostienen (sostenemos) la necesidad de construir otro tipo de sociedad (que no se base en la explotación del hombre por el hombre) y otro patrón de producción-consumo que no aniquile los bienes comunes de la tierra en el mediano plazo.
Esta última posición se entronca con las luchas y los planteos de diversos movimientos sociales latinoamericanos (como los que se produjeron la semana pasada, en el marco de la Marcha Mundial contra Monsanto) que denuncian (denunciamos) la minería a cielo abierto, la sojización, la desforestación, la expropiación de pequeños campesinos y pueblos originarios, vinculando ambas luchas, social y ambiental, en una perspectiva anti-imperialista y anti-capitalista. Advertir los peligros de la profundización de la “acumulación por desposesión” (concepto de David Harvey) es un paso fundamental para construir una estrategia de resistencia frente a la ofensiva del gran capital para apropiarse de los bienes comunes de la naturaleza.
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