En un contexto en el que la economía mundial aún no ha terminado de recuperarse, especialmente en Europa, de la Gran Recesión iniciada en 2008, la producción y el consumo de aparatos electrónicos no cesa de incrementarse en el mundo. Toda una serie de artefactos inundan crecientemente hoy nuestros hogares y lugares de trabajo, que aparentemente están destinados a hacernos la vida más fácil: ordenadores portátiles, Smartphones, Tablets, PDAs, Notebooks, Ultrabooks y toda una serie de “innovaciones” electrónicas no siempre tan diferentes de su versión anterior, de nomenclatura en ocasiones impronunciable, y con dimensiones y pesos cada vez más reducidos. Paradójicamente, a pesar de la miniaturización y la mayor ligereza de los bienes de consumo electrónicos, su impacto ambiental sigue siendo enorme. Especialmente si tenemos en cuenta todas las fases del ciclo de vida de los mismos, desde la cuna hasta la tumba de estos productos que, paradójicamente, son presentados en ocasiones incluso como solución a los problemas de insostenibilidad ecológica.
La informática y la electrónica siguen exigiendo una extracción masiva de sustancias minerales, como por ejemplo el coltan, además de los costes energéticos que su fabricación y uso llevan aparejados, con las consecuentes emisiones de residuos, muchos de ellos tóxicos, en las distintas fases de la cadena productiva, basura electrónica incluida. La fabricación y el uso del equipamiento tecnológico que acompaña esta extensión del sector servicios es, por tanto, una muestra más de la ausencia de cualquier atisbo de desmaterialización económica y, por tanto, de que el capitalismo actual sigue expandiendo la producción de bienes y servicios a costa de los recursos naturales procedentes de la corteza terrestre y del deterioro de los ecosistemas globales. Igualmente, de la misma forma en que existen jerarquías sociales en el sistema económico capitalista, estos usos de recursos y sumideros globales están también distribuidos de forma desigual entre unas y otras poblaciones del mundo.
Las TIC y el mito de lo inmaterial
El desarrollo y la implementación de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) a partir de los años setenta, y su cada vez mayor presencia en las sociedades industrializadas a partir de los años noventa, ha sido y sigue siendo uno de los elementos sobre los que descansa el espejismo de la posible expansión ilimitada del sistema económico en un entorno finito como es la biosfera. En términos más generales, el desarrollo tecnológico es para muchos economistas la principal, si no la única, forma de sortear las restricciones que la naturaleza pudiera imponer al crecimiento económico y de así poder acallar los malos augurios de quienes, aún con sólidas bases científicas, llevan alertando sobre las mismas desde hace ya más de cuatro décadas, notablemente a partir de la publicación del informe al Club de Roma sobre Los límites al crecimiento. Lamentablemente, a pesar de los múltiples avances tecnológicos desde la fecha, la prevalencia de una crisis ecológica con distintas dimensiones y escalas hace que este debate siga hoy más vigente que nunca.
Las TIC, que podemos definir como el conjunto de productos y servicios necesarios para digitalizar , almacenar , procesar, distribuir y comunicar información, constituyen sin duda alguna uno de esos avances tecnológicos que están marcando un antes y un después en múltiples ámbitos de las sociedades mundiales, aunque con un elevado grado de disparidad entre las mismas. Podría decirse que su auge inicial a finales del siglo pasado dio lugar a cierta euforia colectiva entre científicos sociales entre los cuales se hablaba, quizás con cierta precipitación, de ''tercera revolución industrial'', de ''sociedad de la información'' o ''sociedades post-industriales'' y en el ámbito económico, de una ''economía del conocimiento'', en ocasiones utilizada como sinónimo de ''nueva economía'', un término hoy quizás más en desuso tras el fiasco sufrido tras el desplome bursátil de las puntocom al finalizar el pasado siglo XX. La centralidad del conocimiento y de la información en esta “nueva era” ha llevado igualmente a calificar esta extensión tecnológicamente avanzada del sector servicios de ''economía de lo inmaterial'', cuestión que en el terreno de la discusión en torno a los problemas subyacentes a las relaciones entre economía y naturaleza, entronca directamente con una de las polémicas más recurrentes de los últimos años en el ámbito de las relaciones entre crecimiento y medio ambiente: la de la desmaterialización de la economía, o el desacople entre crecimiento económico y el uso de recursos naturales.
Las primeras investigaciones al respecto fueron las llevadas a cabo en 1978 por el economista Wilfred Malenbaum para la National Commission on Materials Policy (Comisión Nacional para las Políticas de Materiales) de EEUU, en las que se mostraba una tendencia a la reducción en la intensidad de uso de una veintena de materias primas por unidad de PIB entre 1950 y 1975, y se anticipaba una continuación futura de esta tendencia. Según Malenbaum, esto se producía principalmente como consecuencia del cambio tecnológico, que permitiría generar la misma cuantía de valor con menos inputs materiales, aparejado a la terciarización de las economías industrializadas. En el caso de los países en desarrollo, y partiendo de una visión lineal del desarrollo económico, esta intensidad se incrementaría durante la etapa previa de industrialización de sus economías agrícolas, representándose así la relación entre consumo de materiales y renta como una curva en forma de campana o de U invertida.
Esta hipótesis de desmaterialización económica fue posteriormente reforzada por toda una serie de estudios que en algún caso trajo consigo el presagio de un supuesto final de la “era de los materiales”. Sin embargo, una buena parte de los mismos estaban centrados en el análisis de materiales específicos, y no en indicadores integrales de consumo material, por lo que se demostraría más adelante que en muchos casos el fenómeno analizado podría más bien denominarse transmaterialización, en el sentido de que la reducción en el uso de unos materiales se debía a la sustitución por otros de ''mayor calidad''. En otros casos, al ampliar la serie temporal de estudios anteriores las curvas que describían los patrones de consumo de materiales adoptaban una forma de “N” más que de “U invertida” produciéndose, contrariamente a lo pronosticado, una rematerialización de la economía.
Una distinción esencial, no obstante, es la que cabe hacerse entre desacople o desmaterialización en términos absolutos, que es la que se produce cuando el uso de materiales disminuye en tiempos de crecimiento económico, frente a aquella en términos relativos, cuando el uso de materiales crece a un ritmo más lento que la economía. La creciente bibliografía basada en la metodología del análisis de flujos de materiales lleva ya unos años demostrando cómo los casos de desmaterialización absoluta, la ecológicamente significativa, son limitados o más bien inexistentes, por mucho que sí puedan darse situaciones de desacople en términos relativos.
Al descender a la escala sectorial y de productos específicos, observaremos también que las TIC y la mencionada sociedad de la información, con su innegable dimensión intangible, ocultan sin embargo unos cimientos ambientales que conviene sacar a la luz para evitar evaluaciones acríticas.
La pesada mochila ecológica de los ligeros aparatos electrónicos
A pesar del pinchazo de la burbuja a la que el auge de las TIC dio lugar bajo el rótulo de “nueva economía”, la economía de lo digital y lo cibernético parece estar viviendo hoy un nuevo auge, así como la producción y el consumo de los múltiples dispositivos electrónicos que para ello se utilizan. Mientras la dimensión socioeconómica ligada a este fenómeno es ampliamente tratada y discutida, el debate social en torno a sus consecuencias ambientales parece más reducido y su visualización no deja de estar limitada, como todos los ámbitos del binomio economía-naturaleza, por el velo monetario que la recubre. Sin embargo, las cifras ofrecidas por la observación detallada de los flujos de recursos y residuos a lo largo del ciclo de vida de los equipamientos electrónicos asociados a las TIC avalan la existencia de un impacto ambiental creciente y nos llevarán a distanciarnos de anhelos como aquel que en los inicios de la revolución informática apuntaba E. Parker al afirmar que ''en la era de la información, el crecimiento económico ilimitado será teóricamente posible, al conseguirse un crecimiento cero del consumo de energía y materiales''.
El físico Eric Williams, uno de los académicos que más contribuye hoy a desvelar esta cara oculta de las TIC, mostraba, en un estudio elaborado junto con Ruediger Kuehr para las Naciones Unidas, cómo la fabricación de productos electrónicos es altamente intensiva en el uso de recursos naturales, superando con creces a otros bienes de consumo. Según sus cálculos, la fabricación de un ordenador de sobremesa requiere al menos 240 kg de combustibles fósiles, 22 kg de productos químicos y 1,5 toneladas de agua. El peso en combustibles fósiles utilizados supera las diez veces el peso del propio ordenador, mientras que por ejemplo, para un coche o una heladera, la relación entre ambos pesos (de los combustibles fósiles usados en su fabricación y del producto en sí) es prácticamente de uno a uno.
Otro ejemplo ligado al anterior, e igualmente significativo a la hora de evaluar las implicaciones ambientales de la revolución de las TIC, en tanto que piedra angular de la misma, es el de la microelectrónica, o más concretamente el microchip, que hoy ya podemos encontrar en todo tipo de aparatos electrónicos (ordenadores, teléfonos móviles, etc.). Este es a menudo asumido como un buen ejemplo de desmaterialización ya que su valor y utilidad son elevados, mientras que su peso es insignificante. Sin embargo, en una célebre publicación de Williams, junto con Robert Ayres y Miriam Heller, sus autores mostraron cómo un microchip de 2 gr requiere, para su fabricación, 72 gr de productos químicos, 20 litros de agua, y el equivalente a 1,2 kg de combustibles fósiles en consumo energético, además de generar 17 kg de aguas residuales y 7,8 kg de desechos sólidos, junto a toda una serie de emisiones tóxicas a la atmósfera. El análisis del ciclo de vida de un microchip sintetiza en definitiva un proceso a todas luces paradójico y a la vez revelador: mientras progreso tecnológico avanza hacia una miniaturización de los dispositivos electrónicos, el impacto ambiental de los mismos se acrecienta.
Efectos rebote ligados a las TIC
Ahora bien, sin tener en cuenta lo anterior, intuitivamente podría pensarse que la aplicación de las TIC en la actividad económica tiene un efecto directo en la reducción en el uso de recursos naturales mediante la generalización de servicios más eco-eficientes, la optimización de los procesos de producción o la reducción de la movilidad a través de lo virtual (ej.: videoconferencias). Sin embargo, es necesario no solo tener en cuenta los efectos directos, sino también los efectos indirectos que pudieran llevar a aumentos en el uso de materiales. Esto es lo que se conoce como efecto rebote: cuando las ganancias en eficiencia se saldan con un aumento del consumo de recursos (o la generación de residuos).
Son múltiples las dimensiones socioeconómicas que pueden dar lugar a efectos rebote como consecuencia del desarrollo de las TIC: bien sea porque puedan generarse reducciones en los precios (como consecuencia de una mayor eficiencia) y por el mayor consumo de otros bienes o servicios que se pueda derivar del ahorro subyacente, o por los efectos indirectos debidos a la existencia de sustitutos imperfectos (por ejemplo, transporte y telecomunicaciones) o, simplemente, por el propio crecimiento económico, estimulado por la implementación de las TIC (vía mayor productividad, mediante el cual podrían acabar deshaciéndose, a escala macro, los ahorros logrados en el uso de materiales a escala micro.
Un primer efecto rebote suele venir de la mano del aumento de infraestructuras que la propia puesta en marcha de las TIC requiere: nuevas actividades de construcción, cableado, equipamientos de todo tipo (servidores, amplificadores, routers, etc.) y aumentos en la potencia energética para satisfacer las nuevas demandas crecientes ante la mayor potencia y difusión de los nuevos equipamientos. Realizar esta contabilidad es, a buen seguro, una tarea compleja, pero no puede dejarse de lado, especialmente cuando observamos el elevado grado de renovación que estas infraestructuras requieren como consecuencia de los constantes avances tecnológicos.
Un ámbito esencial donde el afloramiento de las nuevas tecnologías ha comprometido las promesas de mayor sostenibilidad ecológica de la nueva economía-sociedad de la información ha sido el de los cambios en las pautas de consumo. Uno de los primeros mitos desvelados en este sentido ha sido el de la “oficina sin papeles” que la expansión de las TIC parecía prometer, pues, a pesar de los procesos de digitalización, ha venido acompañada de incrementos en las ventas de impresoras más baratas y rápidas, de tal manera que solo en EEUU el consumo de papel llegó a multiplicarse por cinco entre 1960 y 1997. En cuanto a los medios de información digitales, a pesar del notable aumento en su número de lectores en detrimento de la prensa escrita, tampoco están muy claras aquí las ventajas ambientales de leer las noticias por internet frente a un periódico en papel. Según documenta Andrius Plepys, el impacto ambiental sería mayor en el medio digital una vez pasados 20 minutos y más amplificado aún si el lector o la lectora decidiese imprimir una o varias de esas noticias.
Además de los ordenadores, los lectores electrónicos (e-readers) donde cabe incluir tanto libros electrónicos (e-books) como las tabletas (tablets) son hoy los dispositivos que en una progresión exponencial parecen estar sustituyendo la lectura en papel por la digitalizada. En el paso del papel a lo digital aparentemente el impacto medioambiental se reduce sustancialmente, sobre todo teniendo en cuenta la huella de carbono derivada de la tala de árboles, cifrada en 30 millones de árboles en el caso de EEUU solo para el año 2006. Sin embargo, en un análisis reciente sobre la cuestión se concluía que harían falta 100 libros impresos para llegar a la huella de carbono de un popular modelo de tabletas (iPad). Y en términos de combustibles fósiles, tanto para la energía como los plásticos empleados en su fabricación, uso de agua y consumo de materiales (metales y otros recursos minerales usados para los distintos componentes electrónicos y la batería) el impacto de un e-reader, mayoritariamente situado en su fabricación, equivale aproximadamente al de 40 ó 50 libros. Por tanto, el impacto ambiental de esta sustitución digital dependerá mucho del comportamiento de los consumidores de uno y otro formato: será menor el de quien lea muchos libros en el formato digital frente a quien lo haga menos, de la misma forma en que un libro en papel tendrá un menor impacto por libro a mayor número de manos lectoras por las que pase. Cierto es que el formato electrónico requiere, por otra parte, energía para su uso, aunque en una proporción menor (en torno a una tercera parte) respecto a su fabricación, variando aquí sustancialmente de más a menos entre las tabletas y los dispositivos que utilizan tinta electrónica. La complejidad del asunto nos lleva en cualquier caso a descartar cualquier apriorismo.
Otro terreno donde conviene hacer bien las cuentas es el del comercio electrónico, la gran esperanza despertada por la nueva economía. Como señala Óscar Carpintero: ''A pesar de que las ventajas en este caso afectan tanto a la esfera de la producción como a la del consumo, cabe recordar que este tipo de comercio, si bien simplifica los desplazamientos relacionados con la obtención de información y la compra efectiva, no evita el transporte de los productos a domicilio y el coste o impacto ambiental asociado''. De hecho, el comercio electrónico tiende a favorecer un transporte en ocasiones peor aprovechado y, en términos generales, más rápido (ej.: avión y camiones frente a tren o barco), llegando a cuadruplicarse o quintuplicarse los costes energéticos. Aquí, el ahorro o no dependerá del nivel de carga de los vehículos y la distancia recorrida. En Suecia, por ejemplo, se ha estimado que las compras de los hogares vía comercio electrónico dan lugar a ahorros en términos ambientales cuando estas llegan a reemplazar al menos 3,5 viajes para compras tradicionales si se realizan más de 25 envíos de pedidos al tiempo, o si la distancia a recorrer para la entrega es menor de 50 km.
En sintonía con lo anterior, cabe situar al teletrabajo con las muchas posibilidades que para ello ofrecen las nuevas tecnologías. A primera vista se plantean ventajas evidentes (reduce los desplazamientos, el consumo de energía, la contaminación, etc.), pero aquí también conviene equilibrar la valoración teniendo en cuenta los efectos colaterales no deseados que pueden variar mucho según los lugares. En EEUU, por ejemplo, la adopción del teletrabajo como política ambiental podría generar un ahorro energético potencial de entre el 1% y el 3%, mientras que en Suiza se detectó en 1997 un aumento del 30% en el consumo de energía de aquellos hogares en los cuales uno de los miembros trabajaba en casa, dado que una parte importante de la energía ahorrada en el transporte y la oficina se consume en el propio hogar al desarrollarse ahí la actividad.
Finalmente, el efecto rebote por antonomasia es aquel que surge del incremento del volumen total de consumo. Es decir, que incluso en el caso de que encontrar una nueva tecnología o aparato tecnológico que claramente supusiera un menor impacto ambiental frente a su versión anterior o analógica, esta mejora podría verse más que compensada por un uso mayor o, sobre todo, por el aumento de las ventas de nuevos bienes de consumo electrónicos, habida cuenta de los importantes requerimientos de energía y materiales para su fabricación. Esto es claramente lo que sucede hoy en día con la proliferación de nuevos aparatos electrónicos (smartphones, tablets, televisiones con pantalla plana, etc.), que con frecuencia no suponen realmente cambios sustanciales en cuanto a su utilidad o función principal.
El acortado ciclo de vida de muchas de estos aparatos electrónicos es el fruto de un consumismo, que no es otra cosa sino la otra cara del productivismo, que tiene su origen, en parte, en lo que se conoce como obsolescencia percibida, es decir, no real, en donde la reducción de precios y las estrategias de marketing de las empresas distribuidoras están jugando un importante papel. Otro tipo de obsolescencia realmente existente es la planificada por los fabricantes de aparatos electrónicos que en muchos casos introducen componentes destinados a estropearse mucho antes que el periodo total de vida útil del aparato en su conjunto, dificultando por otra parte su reemplazo. El caso de los teléfonos móviles es paradigmático para ambas cuestiones, con el resultado de que mientras estos podrían tener vidas útiles de aproximadamente 10 años, la frecuencia media de sustitución de los mismos se sitúa entre los 12 y 24 meses. Hilty y colegas destacan otra paradoja similar al apuntar que a pesar de que la eficiencia y el rendimiento de los ordenadores no ha dejado de incrementarse desde el inicio de su existencia, el incremento del número de ordenadores instalados ha aumentado en mayor medida, dando así lugar a un efecto rebote mediante el cual el uso conjunto de energía y materiales para informática no ha dejado de incrementarse. En los últimos años, la progresión sigue siendo la misma, solo que una parte de las compras de ordenadores va siendo poco a poco sustituida por las tabletas y los portátiles “ultraligeros”, cuyas ventas se incrementaron, respectivamente, un 66% y un 140% (Tabla 1).
Tabla 1. Ventas mundiales de algunos aparatos electrónicos (en millones de unidades)
Esta dinámica del usar y tirar da lugar al último coletazo de deterioro ecológico asociado a los aparatos electrónicos en su ciclo de vida. Naciones Unidas estima que anualmente se genera un flujo creciente de entre 20 y 50 millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo, de los cuales una parte importante es exportada, de forma frecuentemente ilícita, desde Estados Unidos, la Unión Europea o Japón, principalmente hacia los continentes asiático y africano, donde se realiza un reciclaje mucho más rudimentario o simplemente se vierte y/o quema en algún lugar, con serias consecuencias medioambientales y para la salud de las poblaciones locales, generalmente las económicamente más pobres. Esto es lo que se denomina irónicamente la política NIMBY (siglas de la versión anglosajona de “No en mi patio trasero”).
Comentarios finales
La evaluación económico-ecológica de la actual proliferación de aparatos electrónicos que ha venido acompañando a la implementación y al desarrollo de las TIC en las últimas dos décadas es, sin duda, compleja, dado que existen múltiples factores a tener en cuenta y que pueden actuar de forma contradictoria. En este sentido, por ejemplo, en lo que respecta a internet, la red puede ser una herramienta de formación y empoderamiento del consumidor destinada a promover estilos de vida más ecológicamente responsables, pero al mismo tiempo puede ser una poderosa herramienta de fomento del consumismo en tanto que canal de marketing.
Sin la posibilidad, ni tampoco la pretensión, de realizar aquí un estudio exhaustivo sobre la cuestión, sí hemos podido observar, no obstante, que todo apunta a que cuando se hacen bien las cuentas, la terciarización de los países ricos y el uso creciente de bienes de consumo electrónicos entre sus poblaciones [31] ya no parecen, al menos no con la seguridad de quienes en ocasiones realizan afirmaciones que casi parecen dogmas de fe, necesariamente generadores de una menor intensidad en el uso de recursos naturales, y menos de un menor uso de los mismos en términos absolutos, o de un menor impacto ambiental en términos más generales.
Buena parte de la ilusión ambiental que rodea este proceso de “tecnologización” de nuestras vidas surge en gran medida del hecho de que los bienes de consumo electrónicos son, con frecuencia, menos intensivos energéticamente en su utilización que en su fabricación, contrariamente a lo que sucede con otros bienes de consumo. Así pues, simplemente, el deterioro ecológico (y social), queda aquí trasladado a momentos distintos del ciclo de vida de los productos, así como a fases de la cadena de producción que con frecuencia han sido igualmente trasladados, solo que geográficamente (ej.: deslocalización) a otros lugares. En estas mismas regiones periféricas de la economía mundial se extraen también crecientemente las “exóticas” sustancias minerales requeridas para las tecnologías más novedosas. Casualmente, o no tanto, estos suelen ser los lugares donde los salarios, los derechos laborales, y los niveles de protección ambiental son menores. El menor poder político de quienes directamente sufren los impactos ambientales de este consumismo contribuye sin duda a perpetuar esta realidad, pero no evita que se acumulen los sucesivos conflictos socioecológicos a escala mundial. Hacerlos visibles y ligarlos a sus causas originarias será un primer paso para solventarlos de forma justa.
Finalmente, este texto no debe de entenderse como un manifiesto anti-tecnológico, sino más bien como una llamada informada a la autolimitación tanto individual como colectiva, teniendo siempre presente que, en última instancia, son las propias dinámicas del sistema económico las que deben de trascenderse de cara a verdaderos cambios de tendencia.
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