En Afganistán, tras la retirada del aspirante presidencial, el opositor Abdullah Abdullah y la cancelación de la segunda vuelta electoral que debía realizarse el próximo 7 de noviembre, el panorama político del país ha entrado en un nuevo tramo de crisis: el reelecto Hamid Karzai carece de legitimidad, habida cuenta de que en la primera vuelta de los comicios se realizó un fraude masivo, y para todo mundo, dentro y fuera del territorio afgano, resulta claro que debe su permanencia en el cargo al gobierno de Estados Unidos (el cual no ha tenido más remedio que reconocerlo como presidente) y no a los votantes del convulsionado país centroasiático.
Para muchos analistas, la realidad es inocultable: el régimen que encabeza Karzai es sólo una débil bisagra civil entre los señores de la guerra que ejercen el control de las zonas no dominadas por el talibán y los gobiernos que participan en la ocupación militar extranjera. Pero además, el regalo de una segunda presidencia a Hamid Karzai hace de Afganistán un estado al borde del colapso.
Los talibán han dicho de Karzai que es un presidente marioneta. Afirman que la anulación de la segunda vuelta de la elección ha demostrado que las decisiones concernientes Afganistán son elaboradas en Washington y Londres antes de ser anunciadas en Kabul.
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